lunes, noviembre 3

La obra de Elvio

Por: Soledad Guerrero

Desde el interior de la casa pude ver la parada de Elvio en la puerta, tiró de la visera para sacarse la gorra, se buscó en el aluminio del portero eléctrico y con la yema de los dedos recuperó el flequillo hacia la derecha; tocó el timbre y pegó los talones como señal de espera. Me acerqué para abrirle la reja y cuando incliné mi rostro para darle un beso me ofreció la mano que previamente había arrastrado por el pantalón en un acto de limpieza.


-El lunes empezamos con la remodelación, doña- dijo Elvio, el maestro mayor de obras.


Nahuel insistió con la renovación de la casa. -Traerá nuevos aires-, dice, -es un modo de progresar, de darle a nuestra vida más argumentos para disfrutarla-, y yo, que no estoy tan segura que sea necesario, igual decidí no contradecirlo.


Elvio es el jefe de una larga lista de hermanos dedicados a la construcción, es de los que cotiza en el gremio. Su parámetro horario cursa la luz del día, trabaja desde que se desactivan y hasta que se activan las fotocélulas de las luminarias de la calle.


Para Nahuel es un modo de darle destino a los ahorros que hemos logrado acopiar en estos años. -La casa está quedando chica-, suele decir, aún cuando nosotros seguimos siendo los mismos. Coincido en que necesitamos más espacio, a veces para no vernos ensimismados, otras para tener más sitios donde atrincherarnos y que la intemperie se vea compensada con los metros cuadrados cubiertos.


La obra ha empezado.


A Elvio lo acompañan tres de sus doce hermanos, todos de rostros diferentes aunque comparten cierta genética que se hace visible por el cuerpo rotundo y por la textura de sus manos.


Los primeros pozos van dejando en el parque montículos de tierra que la lluvia las vuelve barro, y el jardín del pasado, el que podría estar intacto, se arruina de todos modos. -En poco tiempo, cuando la obra culmine, volverá a haber un jardín verde brillante-, augura Nahuel. Entretanto las flores ya no existen, y el fresno, que tanta dedicación había puesto en enderezarse, ahora está rendido, la cal achicharró la raíz de sostén.


Elvio me describe cada paso a seguir -Después de haber hecho los pozos nos toca hacer el encadenado- dice, sospechando mi interés por conocer el proceso.


El encadenado tiene la función de reforzar los cimientos, de eso depende que se yerga incólume sobres los pies de escombro y cemento. Observé detenidamente el tiempo que lleva armar la estructura con hierros del 10´. Cada alambre une cuatro varillas que harán de viga para sostener las paredes de ladrillo hueco, de 9 agujeros, y de 16 mm, Elvio me pidió que fueran éstos porque asegura que son más fuertes que los de 6 huecos. El frío no pasa, la humedad se repele, el sol no calienta y algunas cosas más, esas paredes, impiden y retienen. Todo indica que el interior estará blindado.


Parte de la casa ya está mutando y en el transcurrir está dejando de ser la misma, no sólo estructuralmente. Ciertas rutinas se van deshaciendo y la circulación que era natural, ahora desorienta, ya no nos conduce a los mismos rincones. Imagino cómo voy a decorarla y eso a Nahuel lo reconforta porque arguye que decorarla, encausa, renueva e inaugura otras ilusiones. Tal vez tenga razón, pienso.


Se enciende la máquina mezcladora y las partículas de cemento y arena sobrevuelan el aire dejando un polvo grisáceo en todos los muebles. Las paredes empiezan a erguirse robustas mientras la vieja construcción se daña lentamente. Las plantas de interior que se veían relucientes ahora están opacas, los pisos marmolados se sienten ásperos y desgastados, los muebles que parecían bien nutridos ahora están resecos y envejecidos. -Hay que transcurrir con paciencia la obra, hay que morder el polvo porque el sacrificio bien vale el tiempo por venir-, dice Nahuel.


Tendrá dos ventanas amplias con vidrio repartido, esta casa necesita que la luz entre imperativa, que los colores recuperen las tonalidades que los días fueron desluciendo, un poco por el tiempo y otro tanto por la indiferencia, supongo.


-Una casa es el lugar donde uno es esperado-, frase de Nahuel. Es probable que así sea, donde uno es esperado y además se quiera estar, sea el punto geográfico que por azar nos haya llevado hasta allí. Cada acto confirma lo que era previsible, esta casa seguirá siendo mi lugar también.


Ya se ve con claridad cómo las hiladas de ladrillos encastrados le van dando forma a la caja, los agujeros que dejan ver hacia el otro lado están preparados para colocar la puerta y las ventanas. Ése será el nuevo ingreso de la casa.


-Terminadas las paredes tenemos que rellenar cada una de las vigas de sostén- dice Elvio, cansado, pero pareciera, orgulloso de darle forma a lo que hace días no hubiera existido sin la insistencia de Nahuel.


De fondo se escucha la misma música desde hace un mes, Elvio canta, Elvio baila, “el prójimo es tu misión al cielo, el prójimo es la elevación de tu alma, mira al otro, bendice a tus hermanos y evitarás así las tentaciones del mundo“. Elvio es evangelista y altruista hasta el hartazgo. Es lo que se dice un buenazo, recto y solidario con todos, tal vez un poco monotemático.


Ellos se quedan trabajando y yo debo irme porque estos cambios no me licencian de las tareas diarias, están transpirando. Es un día seco y ardiente, los dejo con el sol horadando sus espaldas y sus manos, revestidas, parece, de cuero curtido. Es un oficio insalubre el de Elvio y sus hermanos.


-Doña, vaya pensando en los últimos detalles, en unas semanas se termina la parte gruesa y queda ver la fachada. ¿Qué prefiere?


-¿Qué prefiero?


-Sí, qué prefiere…, cómo quiere que se vea el frente de la casa


-No sé, ¿y usted qué prefiere Elvio?


-No, no sé…, gustos son gustos señora. Es su casa y tiene que parecerle linda a usted y a su marido, no a mí.


-Sí, claro, eso es muy cierto, bueno déjeme pensar y le digo…


Nahuel dice que la nueva entrada tiene que verse perfecta, tiene que dar la sensación de querer ingresar desde afuera hacia adentro, y permanecer, desde adentro hacia lo profundo. Yo creo que alcanza con que se pueda entrar, quiero decir, que el ingreso sea atractivo, sí, pero que sobretodo sea cómodo.


Decido recorrer con el auto los alrededores, prefiero ver casas en vivo y en directo. Me seduce la calidez del estilo colonial, también las casas country se ven reconfortantes. Entrando a uno de los barrios residenciales veo con asombro que al estilo moderno acostumbran a construirlas con muros erguidos y gruesos, casi todas sin techo a la vista, cajas cuadradas o rectangulares con ventanas de vidrio entero, rejas con barrotes de alto milimetraje y plantas peladas que se suspenden en varillas resistentes al viento.


Hay casas hermosas en el barrio, aunque me parece que éste ya no es mi barrio, llevo más de tres horas manejando y el sol está debilitado, voy a intentar el regreso, será cuestión de preguntar a dónde voy, por dónde estoy, cómo volver.


Ahora entiendo por qué me pareció ver agua desde alguna esquina, estoy del lado del río, muy lejos de mi casa, debí darme cuenta porque las calles se abren provocando feroces corrientes de aire, el viento sopla diferente. Las hojas nunca duermen por estos lares.


Voy a volver por donde me indicaron que lo hiciera pero primero voy a ir a mirar. Si fuera azul, pienso, pero no, el color se parece a la mezcla de arena y cemento que Elvio prepara. De regreso a casa voy a decirle a Nahuel que hay que definir los detalles.


A Nahuel siempre le gustó el estilo despojado y para mí estaría bien, podría pensarse en una fachada minimalista. Sí, voy a decirle a Elvio que los últimos detalles los encauce hacia ese lado.


Las paredes de la casa ya están levantadas, la puerta y las ventanas colocadas. A la carpeta del piso se la ve lisa, sin imperfecciones. El revoque grueso áspero, pero consistente.


-Buen día, señora, ¿recuerda que tenemos que hablar de los detalles, no?


-Sí Elvio, claro, dígame.


-No, dígame usted ¿qué prefiere?


-Mire Elvio, yo prefiero la casa revestida de madera y los vidrios de las ventanas de colores. Que tenga un sendero de adoquines o piedras naturales y que alrededor la circunden canteros rebalsando tulipanes. Que tenga un llamador en la puerta y que las paredes se vean así como están ahora.


En el piso interior me gustaría que hubiera lajas irregulares y en el living un hogar a leñas virgen para encender el primer día que anuncia el otoño. Quisiera que ahí pudiera haber una mesa larga para recibir amigos, y en ese costado, una bodega donde pueda resguardar los vinos.


Madera en el techo y lámparas de hierro forjado. Desniveles con durmientes de quebracho y plantas multicolores.


Pero lo que más quisiera es que el viento soplara tan fuerte que cada mañana, al salir de la casa, me llevara hacia donde está el mar, y que el azul, cada vez, fuera distinto. Eso prefiero Elvio, ¿cómo lo ve?


-Bueno, casi todo lo que pide se puede hacer.


-Mire, esta casa, para Nahuel, es para toda la vida así que le voy a contar qué prefiere él.


-Pero señora, si es para toda la vida podría pintarle el mar en la medianera.


-No, está bien, Elvio, haga de cuenta que pensé en voz alta.


-Eso sí, tendrá que imaginarse que se la lleva el viento.




Sol Guerrero

miércoles, octubre 15

Niño de Cristal

Por: Sol Guerrero

-Decíme Manuela ¿Cómo estás pensando esta película?

-No sé, ¿a qué te referís?

-¿Será una mariposa o una mosca en el riachuelo?

-¿La pregunta del millón? Cuando la termine te cuento.

-Está bien, la leo así como está, antes que la conviertas en guión. Ya estuve averiguando sobre la osteogénesis imperfecta para no perderme nada.

La búsqueda de Albertina por Manuela Garzón.

“Los Allen” eran una familia de prestigio y una fortuna incalculable. El 18 de Agosto de 1992 murió Francisco Allen, algo de vida le quedaba pero parecía insuficiente para que lo sostuviera mucho tiempo. La diabetes y el alcohol fino, dicen, dejaron su hígado como papel de arroz. Las imágenes computadas ya no lo detectaban y le habían augurado poco tiempo de vida. Cualquiera hubiera previsto su muerte aún sin saber de los precisos efectos fisiológicos que le había producido el líquido azul, a esa altura, en su cuerpo.

Lo llamativo fue que después de su muerte circuló por la ciudad el comentario que aseguraba que la familia Allen quedaría sin descendencia. “Su apellido murió con él”, decían. Sin embargo, todos sabían que Eugenio Allen, el hijo de Francisco, existía.

Una mañana se llevaron a Eugenio y nunca más volvió a la casa. -No, él no murió- dicen que dicen las tres o cuatro rubias artificiales que se amontonan en cualquiera de los comercios del barrio, -parece que está internado en un nosocomio- Nunca pudieron comprobarlo. Y lo que dicen, lo dicen porque nadie podía pensar que Eugenio, aún estando saludable, pudiera organizar una familia convencional.

Al momento de la muerte de Francisco, Eugenio era un hombre joven, delgado, entregado al descuido, llevaba una vida impenetrable para los vecinos pero la información de que era un aficionado a la medicina y un profuso amante del jazz, la tenían. El piano dejaba de sonar unas pocas horas durante la noche. Nunca había ejercido ninguna otra actividad. No era por lo pronto ni un trabajador ni un profesional que lo convirtiera en alguien. Era el hijo rarito de Francisco.

Para quienes nos dedicamos al cine las historias más interesantes para contar son aquellas que generan mitos ambiguos, porque suelen ser vidas que por alguna razón todos desean haber vivido, aún cuando puedan estar teñidas de tragedia, lo que importa, es que dejan un nombre incrustado y eso finalmente es lo que ocurre con los seres mediocres, fantasean con dejar su apellido en boca de todos, aunque más no sea en la de sus propios hijos.

Supe, indagando en los Allen, de la existencia de Albertina. Ella era la única que sabía de cuerpo entero cómo había sido la vida de Eugenio, por qué nunca había vuelto a su casa y, si estaba vivo, en qué condiciones se encontraba. Mi última fantasía era, claro, llegar a él si así fuera.

Averigüé por ella. La visita sería en la cárcel. Le escribí una carta que le hice llegar al servicio penitenciario, era indispensable su buena predisposición. Para llevar un hecho real a la pantalla debe sobrar relato, toda historia trasciende en los detalles. Ella me recibiría, parece, sin objeciones.

La visita al penal: Albertina y yo.

Albertina es una mujer que ronda los 65 años, es inmensa y culta. Lleva el pelo blanco hundido a lo largo de su columna vertebral. Transmite un aire homicida, hay que mirarla sin parpadear para ver que se sonríe, y cuando lo hace, siempre es con sarcasmo, se mantiene a distancia y mira por sobre los hombros. Sus ojos son tan claros que parece que no vieran nada.

-Hola Albertina, mi nombre es Manuela, Manuela Garzón. Ya sabe cuál es el motivo que me trae a conocerla y a hablar con usted.

-Sí

-Bueno, entonces, no sé… ¿podría ser ahora? Nos sentamos allí si le parece.

-(…)

-¿Le parece bien Albertina?

-Sí

-Voy a dejar encendido mi grabador, ¿sabe? ¿Quiere que empiece con alguna pregunta?

-Después de la muerte de su madre, Eugenio vivió solo con Francisco durante más de 20 años. Francisco lo único que supo hacer con su vida fue dedicarse al alcohol, a su hijo y a la música. Trabajaba, siempre y cuando la lucidez se lo permitiera, tampoco le hacía falta. La relación con su hijo era perfecta, aún cuando estaba alcoholizado distinguía con precisión la mirada de Eugenio. Simulaba racionalidad ante su presencia y el afecto era una actitud en cualquier estado. Amaba a su hijo como nunca vi que nadie amara a nadie. A Francisco lo único que lo apasionaba era escuchar jazz y eso lamentablemente se lo transmitió a Eugenio, hasta el día que las sirenas sonaron frente a la casa.

-¿Lamentablemente?

-Las cuatro paredes del escritorio de Francisco atestaban de compactos de intérpretes de jazz, pero la vitrina, ese lugar únicamente accesible a Eugenio, estaba reservada a Petrucciani. Francisco pasaba horas enseñándole a Eugenio a escuchar con rigurosidad el virtuosismo de Petrucciani. Le decía -Si lográs apreciar el jazz en su máxima expresión los sonidos de la humanidad perderán beligerancia- Eugenio no tenía capacidad para mirar otro horizonte más que el que su padre le dibujaba y de eso dependió su desenlace, hasta el día que las sirenas sonaron frente a la casa.

-¿A qué desenlace se refiere?

-Nunca había conocido a alguien que haya sobrevivido, que haya sucumbido y que haya arruinado una vida gracias a la música. Es difícil de pensar para quien no ha vivido en el seno de esa familia cargada de pasión y tragedia. Pero así fue, la síncopa destruyó a los Allen. A medida que Francisco se fue deteriorando Eugenio sólo se dedicó a tocar el piano, seleccionaba cada tema como estrategia de coartada para la muerte. Una mañana cualquiera, sin la ayuda de Eugenio, Francisco quiso levantarse de la cama. Se levantó moviendo el cuerpo hacia un lado, se tomó de la cabecera, se sentó en la cama, ubicó cada rodilla en forma paralela, inclinó el dorso y tomando fuerza con el cuello se irguió creyendo no correr riesgo. Todo esto lo sé porque fui el ama de llaves hasta el día que las sirenas sonaron frente a la casa.

-¿Qué le pasó a Francisco?

-Desde que murió Sofía, la madre de Eugenio, ingresé a trabajar con ellos, y allí estuve durante más de 25 años. En medio de su enfermedad Francisco me pidió que me casara con él para que heredara parte de los bienes de los Allen. Me pareció una idea sensata, me merecía un futuro desentendido de limitaciones. Los Allen me habían extenuado. Fue así, nos casamos al día siguiente. Francisco en la cama, inmóvil, y yo a su lado curándole las heridas que habían avanzado hasta las rodillas. La diabetes hacía imposible que lo operaran por la falta de coagulación. Ya le habían cortado un pié para detener la infección pero estaba claro que no quedaba nada por hacer. Moriría de una septicemia generalizada. Y yo ahí acompañando el delirio de los Allen. Eugenio, como todo el mundo sabía era un estudioso de la medicina así que me ayudaba a cuidar a su padre, mientras el resto del día tocaba el piano, o acompañaba la música de fondo, siempre Petrucciani.

-¿Me permite una pregunta?

-Eugenio había iniciado su interés por la medicina buscando información sobre la osteogénesis imperfecta, la enfermedad de Petrucciani, es un trastorno genético que se produce por la falta de colágeno y se caracteriza por la fragilidad de los huesos; los huesos pueden fracturarse ante el mínimo golpe o incluso sin causa aparente. Hay varios tipos, la del pianista era de las más severas. A los niños que padecen la enfermedad los llaman “niños de cristal”. Necesito un vaso de agua.

-Sí, claro, aquí tiene. ¿Puedo…?

-Eugenio creía que esa enfermedad había motivado el talento de Petrucciani. Cuando Francisco me ofreció casamiento hizo que le prometiera que iba a cuidar de su hijo para siempre y eso hice, hasta el día que las sirenas sonaron frente a la casa. Francisco murió y Eugenio dejó de ser el mismo. Sin su padre nunca volvería a ser el mismo. Empeoró. Se recluyó en el piano por muchos años y se comunicaba conmigo a través de la música. Nunca más se levantó del piano, dormía en el piano, comía en el piano, estudiaba sobre el piano. Tocaba una y otra vez “My Funny Valentine”, sobre las teclas hundidas. Para ir al baño se desplazaba con una silla de ruedas que había quedado de Francisco. No quería que yo estuviera mucho tiempo a su lado, sólo le preparaba la comida una vez al día, por la noche le acomodaba la cabeza sobre el teclado y sabía que sentía dolores cuando lo escuchaba entonar “Cold blues”. Producto de su inactividad, con el tiempo, sus huesos se habían debilitado, excepto los de la mano, que sólo se habían deformado, parecían cada vez más grandes en relación a su cuerpo tan disminuido. Como Petrucciani. Así fue durante siete años. Viví curándole las heridas que él se provocaba restregando las uñas en sus muslos, se lastimaba cada vez que el sonido no respetaba sus intenciones. Tocaba el piano dieciocho horas por día. El 6 de Enero de 1999 algo hizo que Eugenio quisiera pararse después de tantos años, creyendo no correr riesgos, yo estaba en la cocina preparando su almuerzo. Imagino que se apoyó con sus brazos, estiró sus rodillas, se alejó del piano, se paró y antes que lograra enderezar la otra mitad del cuerpo, en pocos segundos, cayó desplomado. Escuché sus quejidos, me acerqué y lo vi desparramado. No había orden en su cuerpo, me saqué las medias y lo até para poder arrastrarlo, eran necesarios movimientos cortos pero decididos. Con su brazo derecho liberado se sostenía la pierna más rebelde para colaborar conmigo y apenas transmitía algún gemido extraño, sus ojos desorbitados no daban con mi rostro. Mientras intentaba moverlo, con su mano derecha manoteaba el teclado y a golpes hacía sonar el piano provocando ruidos discordantes. Abandoné el intento, lo dejé esparcido en el piso y busqué el teléfono. Ese fue el último día que Eugenio tocó el piano.

-¿Ese fue el día que las sirenas sonaron frente a la casa?

-Ése fue el día que murió Petrucciani.

Albertina se levantó y no quiso seguir hablando. Se enroscó el pelo y se retiró, pese a mi llamado.

-¿Y entonces?

-¿Entonces qué?

-¿Cómo termina esto? ¿El día que las sirenas sonaron frente a la casa qué…?

-No sé, como verás ni siquiera escuchaba demasiado, se levantó y se fue… pero ¿qué te parece?

-Fascinante, pero no se explica por qué ella está en la cárcel, si él murió, falta redondear la historia.

-Vamos yendo y te cuento lo que sé…

-Me llevo el texto

-Me contaron las compañeras de celda que ella dice esa frase todo el tiempo, nadie sabe bien por qué… sólo pude averiguar que la acusaron de abandono de persona y de intento de homicidio.

-¿Y entonces?

-Y, entonces, el día que las sirenas sonaron frente a la casa, Albertina fue a la cárcel.

-Hmm, mejor, el día que las sirenas sonaron frente a la casa, Albertina mató a Eugenio.

-No, no jodas, siete de cada diez películas terminan con algún homicidio.

-¿Qué importa? Eso nos asegura el éxito…

-Dame. Prefiero una mariposa en el riachuelo.


Sol Guerrrero

viernes, septiembre 19

Culpa Mía

Por: Sol Guerrero

Siete de la mañana. Ricardo, insomne de tanta apnea, se levantó con la sábana entre sus piernas, destapó a Isabel, prendió la luz, se cambió la remera y se vistió más o menos igual. Pantalón gris, camisa blanca, corbata a rayas rojas, medias marrones y mocasines negros. Amagó a apagar la luz, prendió el televisor y bajó al trote sin escatimar ni uno de los peldaños de madera. Tomó su portafolio negro, de cuero, visto de lejos. Guardó la agenda con el tramo de la cinta roja señalando cinco meses después. Tomó una taza de café tibio, se hizo una tostada con dulce de durazno, una untada, la otra, cayó al piso. Se lavó las manos, se peinó para atrás con el mouse de Isabel, limpió el pico y lo volvió a su lugar, con la etiqueta a 45 grados, tal como estaba. Prendió la radio, esquivó a su paso la mermelada y partió a su consultorio.
Llegó, entró, y sin saludar se dirigió a su oficina. La secretaria guardó el mate, golpeó la puerta, enlistó a sus pacientes, le llevó un café, Ricardo bostezó tres veces y la invitó a retirarse. Le gritó dos veces; dos veces se rió de ella. Le tiró en el escritorio una carta que olvidó enviar. Ella lo escuchó clarito mofarse de Isabel, con algún amigo. La hizo quedarse tres horas más y se fue, como siempre, a la tarde, porque como nunca, a la noche, no regresó. Ni ésa, ni la siguiente.

Dos días después de estrenada su ausencia. Se escucha en la casa la voz tímida de Mía y los pasos rotundos de Isabel.

-…padre nuestro que estás en los cielos… santificado sea tu nombre

-¿Qué hacés rezando Mía? En esta casa jamás se rezó ni siquiera cuando se anunció la muerte, así que separá las manitos, levantate del piso, limpiate las rodillas y ponete linda que vos tenés que ir a estudiar y yo a dar clases.

-Pero…

-¿Pero qué? ¿Estás pidiendo que vuelva o que no vuelva nunca más?

-¡Que vuelva, mamá!

-Entonces con más razón, lo único que falta es que dios finalmente exista y cumpla tu pedido. Vamos, que la vida es cortísima como para estar lamentando a quienes sólo proponen morir de a poco, dale, ponete la minifalda de jean, la polera roja, las botas grises, las de taco bajo y a disfrutar la vida, vamos. Hay que aprender a despojarse de los seres mediocres hija. Yo también.

-Pero mamá, ¡no sé…, siento que lo extraño!

-¿Qué extrañás Mía? ¿Sus insultos? ¿El modo en que nos humillaba por el sólo hecho de haber nacido hembras? ¿O acaso vas a extrañar ver deshacerse la comida en su boca todas las noches, eso vas a extrañar?

-¡Es mi papá, mamá!

-¿Y qué? Pensá, vamos a lavar los platos sin las colillas de cigarrillos aplastadas en la salsa. Vas a poder salir sin escaparte por la ventana. ¿Cuántas minifaldas podrás disfrutar de aquí en adelante? Mirá, que sea tu papá es culpa mía y vos deberías primero perdonarme, si podés, y después renunciar a él, al daño que te provocó sin que yo supiera hacer nada, nunca me animé, o tal vez me acostumbré o tal vez lo disfruté, no sé. ¿Te acordás el día que me reboleó la botella? ¿Hay algo peor que limpiar dos litros de aceite desparramados en el piso? ¿Que te llame tilinga, vas a extrañar? ¡Por favor! Mía. O peor, que te siga considerando una idiota por haber decidido estudiar antropología, ¿te suena? -ya empezamos con la paja intelectual-, delante de tus compañeros, de cualquiera…

-¡Ya sé, ya sé, ya sé, pero es mi papá!

-Mía, sentate, vení. Tu papá es, ojalá fuera, un cerdo. Es difícil de comprender pero los hijos, en este caso vos, no debieras serle tan condescendiente. Hay que aprender a renunciar a ellos cuando no se merecen nuestra biografía. Lo cierto es que él eligió no volver, ni acá, ni a su trabajo; decidió no llamar, no avisar y lo bien que hizo. Fue un acto de cobardía pero también su primer acto de lucidez.

-¡Bastaaaaaa, mamá!-. Mía, entre sollozos, fue a su cuarto, cubrió el colchón con la sábana lisa, la de lunares negros la estiró, dio vuelta el extremo, tomó la almohada, la volvió a su forma corazón, dobló el cubrecamas con arabescos y lo puso a los pies. Vaporizó con perfume la alfombra y alrededor de su cuerpo, se maquilló abundante, se puso la minifalda, la polera y las botas negras, las de taco alto, guardó sus útiles en la mochila y salió a la calle. Isabel la acompañó por atrás, alcanzó el ruedo de la minifalda, le dio un tironcito hacia abajo, le peinó el pelo con los dedos abiertos y aceptó la distancia.

-¿No hay un beso para mí?- Mía se volvió y la abrazó fuerte -Vamos hija, con el tiempo, aunque no lo entiendas, vas a poder reconocer que la distancia de tu papá, el que te tocó, te permitirá acercarte a cosas que te den placer, la vida no es así Mía. Hay otra posibilidad.

Isabel se quedó en la casa, suspendió la clase, se arremangó, se hizo una colita alta en la cabeza, e inició tareas de profunda limpieza. Decidió tirar todo. Entre ropas, zapatos y bolsas de residuo soltaba frases en el aire. -Tendría que haberlo mandado a la mierda hace veinte años-. Nadie podía pensar que su odio era irrefrenable, hacia afuera todo parecía natural, incluso el maltrato. – ¿Qué podía hacerle? ¿Hubiera matado a Mía? Cerdo, cerdo primitivo. Esta ira envejecida se volverá alegría, estoy segura.

Mía, caminó y caminó. Tres veces pasó por la casa de la puerta verde, el Mp3 de su celular estallaba, perdida, ausente, y recordando su película preferida, “El perfecto asesino”, y esa canción y cada escena. Se sentó en un bar a recordarla, con el cuerpo inestable, y ni una lágrima. Volvió a verla en el aire, el recuerdo de Mathilda, la protagonista, la animaba lentamente.

En la casa Isabel descansa, se desploma en el sillón, se quita una a una la ropa, queda en bombacha, pone un compact y esa misma canción de Mía, sube el volumen, palpitan los bafles, las copas chinchinean involuntarias, las plantas se erizan, sus oídos estallan. Baila como nunca pero alguien llama, baja el volumen, se acerca insegura y levanta.

-¿Sí?

- Tenemos a tu marido, si querés verlo con vida juntá $100.000, te volvemos a llamar para arreglar la entrega, ¿me escuchaste vieja? Le vuelo los sesos eh… andá juntando.

-Escuch…, pero, yo no ten…(clac)- Todo se da vuelta, Isabel se marea, hace la cuenta, va y viene sobre las mismas baldosas, aprieta el play, sube la música. Le aparece la imagen del Banco Provincia. El olor a Miguel. Piensa en Mía.

Mía sale del bar, cruza la calle en rojo, y los autos, mudos, la esquivan, ve bocas abiertas amenazarla. Llega a la vereda opuesta, sigue camino, se siente fortalecida. Sube el volumen pero alguien llama, se corta la música. -Hola.

-¿Sos la hija de Ricardo Barros?

-¿Sí, quién habla?

-Tenemos a tu papá, juntá $100.000, te volvemos a llamar para arreglar la entrega. Escuchame pendeja, por ahora tu papá está vivo, ni se te ocurra llamar a la policía si no es boleta.

-Pero…

-¡Hacé lo que te digo pendeja, me escuchaste! ¿Querés que le vuele los sesos? Mierda, ¿me escuchás? Contestame, hija de pu…,.

-(…)

-¿Vos querés dejar de ver a tu papito para siempre?

-Sí.

Mía cierra el celular, sube el volumen y sigue un camino incierto.

Tres horas después llega a la casa, Isabel la abraza, la amarra a su cuerpo, no dicen nada. El silencio dura bastante, simulan templanza.

-¿Alguna novedad? Pregunta Isabel con los ojos fijos pero que no miran nada.

-No. ¿Y vos?

-No. ¿Tomamos un café y hablamos? Justo estaba mirando tu video preferido. ¿Lo vemos juntas?

Se sientan en el sillón, se abrazan profundo -que dure para siempre- dice Isabel. Mía cierra los ojos. Suena el teléfono. Mía se retira, Isabel la ajusta a su cuerpo. Ninguna se separa.

-¿Dejamos que suene?

-Sí, poné play ([i]) mami.

-Vení hija, recostate acá.

-¿Soy tuya, má?

-¡Sos Mía, Mía, Mía!


Sol Guerrero
Se puede ver y escuchar el video que miran Isabel y Mía: Música e imagen de la película “El perfecto asesino”. http://www.youtube.com/watch?v=locIxsfpgp4

sábado, septiembre 13

La última escena

Por: Sol Guerrero

-¡King Kong no! Vayamos a ver otra.
-¡Por favor Luis! ¿Nunca vas a entender que la culpa no la tuvo King? ¡Ya sos grande! Pero está bien, se lo cuento a ella de corridito, con todos los detalles y es más, te lo voy a teatralizar, mirá. Eso sí, mirame bien Luis, te juro (chuic, chuic) que es la última vez. ¿Estamos? Vos andá a cambiarte. La historia es así. Prestá atención, mordete la lengua y no me interrumpas. Dame un mate.

Fue un 10 de Agosto. Vacaciones de Invierno. Si hay algo que yo detestaba era esa semana donde la gente se siente obligada a amontonarse. Fuimos a ver una obra de teatro: Luis, mi hijo, Ernesto, amigo de Luis, y Manuel, mi padre. O sea, el abuelo, mi hijo, el amigo en ese entonces de mi hijo y yo. ¡No le pongas edulcorante al mate, mujer!

Bueno, en la crítica de la sección espectáculos aparecía como una obra innovadora para niños, la verdad es que no sé a quién se le ocurrió que era infantil. Fuimos al teatro, alrededor de las 5 de la tarde, la sala era pequeña. Olía a muebles recién ubicados, objetos improvisados, detalles desentendidos. Era un grupo de actores amateurs que vivían de pasar la gorra. Nos sentamos en la tercera fila, a mi hijo el resorte no lo suspendía. Con tal de no tenerlo en mi regazo, con todos los abrigos lo elevé.

-¡Éste me pica, mamáaa!- dijo Luis por un pulóver peludo verde que había puesto al final.

-Bueno- le dije – lo saco, pero vos bajate la camiseta para que no te quede al aire, así ninguno te roza la espalda. Ernesto, su amiguito, ése que ahora es un reaccionario ¿viste? Además de ser uno o dos años más grande, era de tronco más alargado así que tenía una vista plena.

-¡En 5 minutos empieza eh!, así que acomódense. ¿Vos papá, estás bien?- Le pregunté a él que se había ubicado en la otra punta, al lado de Luis. Manuel, mi padre, estaba abatido ese día, ése y cualquiera de los últimos cientos. Si hubiera podido decidir jamás hubiera ido al teatro. Él prefería la casa, el jardín, escuchar Bach, y la compañía de Santana, su perro boxer. Siempre que decidíamos salir pensaba: -papá caminar, camina, y escuchar no escucha, así que lo llevamos-. Me daba miedo dejarlo solo. Los 93 años los llevaba bien pero siempre es un bien deteriorado a esa edad-. Dame un mate.

Media hora después de lo previsto se apagaron las luces. Los personajes iban saliendo a escena de a uno. King se hacía esperar, como todo protagonista. La obra era una versión libre del clásico. King era más malo que bueno, más blondo que cobrizo, más enano que gigante y más arrogante que sumiso. Salió a las tablas buscando el amor de Mary. Ser la elegida daba ciertos privilegios. En escena estaba Anne, otra mina, sentada frente a un espejo. Una mujer con ambiciones aristocráticas que su origen de medio pelo le impedía alcanzar. Pulposa, no tan bella, áspera e irritablemente superficial. Entra el adversario de King, un rubio desabrido y retacón, que también disputaba a Mary, que todavía no había aparecido. A éste, al adversario, se lo veía indolente, parecía llevar el cielo en las rodillas, era cobarde. Un antihéroe prolijo. King se acercó para raptar a Anne. Le muestra un arma para reducirla. La toma de la cintura, Anne lo rechaza, se deja, lo rechaza y se entrega. En ese instante entra ella. Mary. Abre la puerta. Los tres la miran desorientados. Bellísima, con un andar acompasado y un cuerpo sinuoso. Mary mira a King, mira al contrincante, mira a Anne y murmura:

-Estás confundido King, es a mí a quién buscas, yo soy Mary Bouncourt, ella es Anne Bouncourt, estás por cometer un error, es a mí a quién debes raptar para conquistarme pero lamento anunciarte que no lograrás tu cometido ni con ella ni conmigo. Anne, a los gritos, vocifera. -¡Sí!, King, es a ella a quién debes raptar pero también la podrías matar, ¡hazlo, hazlo! Al inútil, el miedo lo había disminuido drásticamente. -Escúchame King-, dice Mary -tú debes comprender que mi hermana Anne es una imbécil que pretende tener mis privilegios, quiere que creas que ella soy yo, pero va a usarte, te convencerá de su amor y se escapará en cuanto tengas un gesto de confianza. Déjala ir conmigo. King sacó la escopeta recortada y para asustar a Mary, que permanecía incólume, tiró un tiro al techo. Fue confuso porque revoleó el arma y salió el disparo. En ése momento, el más intenso, veo a mi padre que se para de la butaca, permanece exánime y se vuelve a sentar. King se da varias palmadas en el pecho y el arma proyecta otro disparo. Anne cae al suelo, demolida, desvencijada.

Escucho a Luis. – ¡mamá, mamáaaa!

-Shhh… ¿qué pasa Luis? ¿Querés hacer pis?- ¿Qué podía querer que no pudiera posponerse?

-¡Vení má!

-Aguantá un poco querés, le dije, ya te llevo, cruzá las piernas, ¡dale! Claro, ¿qué podía querer?

Luis perdía la paciencia mientras yo estaba tan en el borde de la butaca que quedé arrodillada en la alfombra con el brazo estirado, pero avara con la distancia. -Ya va, Luis, ya va mi amor, termina esta escena y vamos ¿sí?

-¡No Mamáaaaaaa!, vení, vení ¡King Kong mató al abuelo, mamáaa!

-Imaginate, la sala entera echó a reír, los actores no pudieron evitar la carcajada ante el imprevisto. -¡Luis! Por favor ¿qué estás diciendo? Me acerqué confundida, -despertalo que se quedó dormido-. Mi papá prácticamente había sentado la cabeza en la butaca de Luis. Él no va a poder enderezarlo. Ernesto no podía con la tentación de risa. -Shhh!, Ernesto ayudame querés, enderezá al abuelo, dale-. Llegué hasta ahí a oscuras con media sala inquieta, lo tomé de los hombros y lo zamarreé -¡Papá despertate, despertate!- y lo zamarreé y lo zamarreé y lo zama… ¡Mi padre está muertooo! ¡Prendan las luces por favor que mi padre no reacciona, está muerto!

La sala se desplomó, bueno, no, la gente se desplomó. Prendieron las luces, King saltó la tarima, se fue acercando, Anne puso cara de espanto. El antihéroe quedó tirado en el escenario con el cielo en su lugar. Mary se acercó, tomó un celular y llamó a la ambulancia. El sigilo fue definitivo.

-¡Te dije, te dije!, King Kong le pegó un tiro al abuelo- Gritaba Luis, desesperado. Ernesto enrojecía de la risa sin registrar que estábamos ante la muerte del abuelo de Luis. – ¡Por favor Ernesto, basta ya, parece que estuvieras disfrutando!-, medio lo violenté viste. Ahora, ¿cómo podía explicarle a mi hijo que el abuelo había muerto de un paro cardíaco? ¿Cómo le sacaba de la cabeza semejante idea? ¿Qué podía hacer? ¿Explicarle la distancia entre la ficción y lo real? ¿Hablarle del azar? Bueno, nos fuimos en la ambulancia Luis, Ernesto, mi padre y yo. No había dudas, mi padre había fallecido. Dame un mate, pero cambiale la yerba, mujer.

Entre ese día y el siguiente velamos y enterramos a papá, un velorio normal no como el de mi madre, en la casa de Perla, ¿te contó eso Luis? Uh, ¡esa es otra! Esta vez cumplimos con todas las convenciones. No pude llorar, hacía un tiempo que miraba a mi padre esperando que algún gesto me anticipara su muerte. Había sido larga su vida y no muy generosa, era un padre justo y necesario. Nada más. Luis lo amaba, es cierto. Hoy, mi hijo, ya es un señor, haciéndose igual, y derecho, derecho, casi un mástil, como su abuelo. Lo extraña desde entonces. Siempre le costó comprender la muerte de su abuelo, tal vez por eso nunca dejó de considerar a King Kong su más sofisticado enemigo. De ahí que detesta toda remake del clásico. Así que, mirá nena, no insistas vayan a ver otra película, si no te va a taladrar la cabeza.

-Sí ya lo creo, ¡qué historia! ¿Cuál podríamos ir a ver?

-No sé, vayan a ver “La marcha de los pingüinos”. Igual estate atenti, no sea cosa que salga así, caminando como Chaplin, ¡ja ja!

-Luis tiene esas cosas. Eso de tomarse todo a pecho. Lo mismo le pasa con los oligarcas, ¿no?

-Y sí, él es un apasionado.

-¿Y qué es de la vida de Ernesto?

-Ernesto se dedica al periodismo y se rodea de gorilas a su gusto y medida.


Sol Guerrero

miércoles, julio 30

Suéltame oficio

Por Pini Raffaele

Todos los que, de alguna manera, trabajamos en algo que nos exige una mirada nueva o una resolución estética diferente y lo hacemos por dinero, conocemos las trampas del oficio. Esto es, por ejemplo, necesito una foto para ilustrar determinada tendencia o concepto. Acordate que es para ayer (memo infaltable en la profesión). ¿Y qué hace uno en estos casos? Echa mano al oficio, por supuesto. Porque realmente me importa un pito la influencia del calamar en la dieta macrobiótica, pero el suplemento cierra mañana. Entonces uno prefigura el siguiente combo: calamar – dieta – casiseguromujer – sano – airelibre – gentequeodialosvicios. Y …tuc! Desde ese enorme rígido que sostiene nuestra cabellera aparece la imagen que, sabemos, encantará a nuestro editor – cliente – marchand. Pero agradeceríamos que no se nos mencione en los créditos.

El problema realmente grave es cuando nuestro medio de vida coincide, al menos formalmente, con nuestro medio de expresión. ¿Cómo evitar ese atajo que nos plantea el enorme background que hemos cimentado a lo largo de los años y que tiene respuestas para casi todo? El enorme Pablo Picasso lo intentó echando mano a la siniestra que, justamente, no era su diestra. Intentaba que no fuera su extremidad autómata la que le dijera lo que él quería expresar. Picasso lo logró (a pesar de que igualmente recurrió a la cerámica). Yo no.

Fue entonces que me puse a “retratar” escenas prescindiendo de todo artificio mimético. Es decir: nada más diverso de la realidad que un signo convencional como lo es el abecedario. “Ceci n´est pas une pipe.” (ésto no es una pipa) pintó Magritte debajo de una reproducción perfecta de una pipa. Y si uno desconoce el francés, esas palabras no significan nada. Lo mismo sucede si planteamos el artificio al revés. De modo que comencé a bucear en el lenguaje escrito, sin inocencia pero también lejos del oficio, para poder expresar al “tripaje”.

Como no soy hombre de andar dejando cabos sueltos (dijo Baltasar Garzón), llegué a tres conclusiones:

Uno: Duele como la mierda (igual que la otra)
Dos: Al oficio no hay que negarlo sino aprender a usarlo.
Tres: Antes que ser oficial por oficio prefiero ser amateur por amor.


Pini Raffaele

domingo, enero 6

Acto y Seguido

Por: Sol Guerrero

Conocía esa frase. “El mundo es una bola llena de boludos, geométricamente hablando”.

Así decía el tatuaje que recorría el entramado de su piel sobre un cuerpo vertiginoso, casi volcánico. Las gotas de sudor recorrían con ligereza la hendidura de su espalda, hasta desaparecer, por otro surco más adentrado y desconocido para mí.

Lo vi, lo leí, y cuando el semáforo me lo permitió, avancé.

Ahí estaba, aferrado a su espacio, atento a todo, al color, al aroma, a la textura, al calor, al sonido de las brasas, más musicales que cualquier tumulto de alrededor. Él no hacía más que mirar esa carne extinta y yo la suya.

En verdad no lograba entender con rigurosidad qué me estaba sucediendo. Quién tuviera el privilegio de saber qué acontece cuando estas sensaciones nos arrebatan la prolijidad de nuestros actos.

Paré el auto y pensé que volver a almorzar sería un sacrificio desafortunado, que además no me acercaría a él, entonces la excusa de llevarme comida a casa parecía apropiada, ¿y si no hicieran para llevar? Podía decirle que le veía cara conocida, ridiculeces si las hay. Tal vez preguntarle por qué tenía hecho el tatuaje con esa frase, como quién se acerca para ver algo exótico, y si hay algo que en estos tiempos ha dejado de ser exótico es un tatuaje. ¿Y utilizar alguna estrategia de seducción, una mirada, una sonrisa?

Hacía más de media hora que permanecía dentro del auto escuchando a Rachell Ferrell, una blusera que con su voz tiñe de pasión hasta el acto más rutinario de este mundo.

Mientras tanto intentaba discriminar si se trataba puramente de un momento mío de estupidez, o no. No creo, no. ¿Cuál sería la estupidez?

Algo había del orden de lo insospechado que hacía que, por primera vez, un cuerpo me condujera a un acto irreparable. Pero no era sólo eso, era una idea que gritaba en su espalda. Una manifestación de palabras repudiando algo de este mundo. Traiciones que sobornan cualquier intento reparador ante esta vida, que sospecho, algo de belleza tiene que tener escondida, escondidísima, pero que tal vez, ahí, frente a esa parrilla se estuviera mostrando ante mí. Cómo no hacer entonces de ese momento aparentemente fútil, cotidiano, un suceso encantador, exageradamente apreciado.

Bajé del auto mientras todo mi cuerpo pensaba, se acercaba, temblaba; una sola palabra mía podía detonar algo terrible o maravilloso, no había grises aquí, no los hay cuando uno decide interrumpir el futuro para decir o hacer algo que casi indefectiblemente no lo traerá de vuelta al mismo lugar o que no le cueste todo un pasado recuperarlo.

A esa altura lo mejor pero más humillante que podía suceder era que mi presencia fuera tan indiferente como la de una mosca revoloteando y posándose, como suelen hacerlo en verano, sobre su frente; casi deseaba el zarpazo de su mano espantándome, para que mi vida fuera más fácil siendo la misma, la prevista.

Me fui acercando, lo miraba sin que él pudiera notarlo, nada de él me disgustaba. No había ningún movimiento desafortunado que aliviara la idea de invadirlo, parecía muy joven. Cuanto más lo recorría más me convencía que tendría la vida asegurada o, al menos, celosamente resguardada por una mujer.

- ¿Cómo va eso? Y acababa de derrumbar cualquier atisbo de interés que pudiera haberle despertado

- Marcha-, me respondió, solidariamente con mi estupidez.

“El mundo es una bola llena….”, volví a leerle en la espalda. Me asomé sobre su omóplato derecho, tosí hacia adentro.

- Qué cosa, ¡pensar que dicen que los ángeles no tienen espalda!

Nunca antes había sentido el dolor de la risa en mi cuerpo entero, giró su cabeza sobre el hombro izquierdo, sus ojos se recostaron sobre la sien, y yo ahí, sin poder desaparecer, mirándolo con una cara que ya no era la mía.

- El problema mayor es que no tengan cerebro, ¿no?- dijo inescrupulosamente.

Podría haber hecho un esfuerzo por ser más complaciente conmigo, pero no, me humilló y me lo merezco. También sonrió, apenas.

Muy bien, pensé, no es tan trágico que esto esté sucediendo. Si no hubiera dicho lo que dije y él no hubiera respondido lo que respondió no hubiera podido empezar a entender, en ese momento, que no se trataba de un imbécil que ante el mínimo halago se sonríe.

- Bueno, vos tenés espalda y yo tengo cerebro. Para empezar vamos bien.

- Es cierto, nos parecemos bastante a los seres humanos, aunque habría que ver.

- Sí, claro, claro-. Me acerco. No llego pero me acerco lo suficiente.

- Esta carne parece sabrosa. ¿Podré probarla?

- Toda suya, mujer.

Se retira, me sonríe, se limpia las manos, toma el cuchillo, aleja las brasas, se pasa el antebrazo por la sien, se quita el delantal, queda en cuero. Un dorso apabullante, terracota intenso. Los músculos a la vista, ordenados, insolentes. Se acerca demasiado, me toma la cintura, se hunde en mi cuello, respira profundo, me besa la comisura de la boca, se lleva un labio. Su mano en mi espalda, sube hacia la nuca, va bajando, vertebra por vertebra, dejando agua. Entra en mi falda, buscando el muslo, rodea el centro, invade mis piernas, me despoja de camisa, se resguarda en mi seno. Desciende, busca, acierta, desgarra, se asienta en los labios. Voy muriendo, pierdo el cielo. El vacío lento, consumado, pleno. Me sonríe, se limpia las manos, toma el cuchillo, se acerca al fuego.

- Un manjar…

- ¿Querés más?

- No, está bien, vuelvo mañana.

- Vení más temprano.

- ¿Te puedo hacer una pregunta?

- Sí, por supuesto.

- ¿La frase que tenés en la espalda? La conozco pero no recuerdo…

- Leopoldo Marechal, de “Megafón o la guerra”

- Claro. “Yo soy de las que se aferran a su infierno, más por economía que por obstinación. El infierno es un haz de lo posible y quien no muerda las vainas del dolor, las morderá algún día con los dientes más flojos”

- Ah mirá, parece que lo leíste.

- Hay mucho más en tu espalda y en mi cerebro que lo que ha soñado tu filosofía ¿no?

- Puede ser. ¿Te veo mañana?

- No lo dudes.


Sol Guerrero

Piel de cerdo, oreada y frita

Por: Sol Guerrero


Si Marcia, mi mujer, estuviera despierta, le diría que este martes huele distinto.


Vivo en el Gran Buenos Aires, al sur. Me levanto temprano, recién terminada la noche. Tardo mucho tiempo en peinarme, siempre llego tarde. Igual me peino hasta el final. No debo olvidar nada. Si me voy ya no puedo volver. En el conurbano, por las distancias, cuando uno se va, se va. Marcia, mi mujer, duerme.


Salgo a tomar el micro sintiendo que podría ser la última vez. Que no estaría mal renunciar a este trabajo, tengo otros, sería saludable, me digo.


“¡Usted no sabe lo que dice! ¡Muérase Lucas, muérase!” Imagino decir a Jesús Altavista, mi jefe. Siempre usa esa frase cuando algo lo desencaja.


-Lu-ca, sin “s”, le digo cada vez, como Lu-Ca Pro-dan, y lo dejo hablando.


La parada del micro es inhóspita. -Cualquier sitio, si no es íntimo, es finalmente inhóspito para la inmensa mayoría de la gente-, escribo en mi cuaderno. Apunto impresiones que levanto de la calle, cosa que no hay que hacer, leí alguna vez, pero no quiero olvidarlas, aunque finalmente sea una trampa.


Nadie la vio subir al micro. Yo sí. Vi, que entre el cuarto y quinto botón de su camisa fucsia asomaba un pedazo de panza haciendo presión. Se arrimó tanto a mi cuerpo que me tenté a olerla y la olí. Hipoclorito de sodio. Se sienta al lado mío, la miro de soslayo.


Con una mano se quita sobras del mentón, con la otra sostiene a su hijo que ya se había caído tres veces y ella inmutable, casi muerta. Sus manos son gorditas, los dedos cortos, las uñas crecidas. No lo puedo evitar, me desagrada.


Tengo dos horas hasta La Plata. Además de ella, el paisaje apesta. La basura huele a hueso, a hueso con carne. El aire oprime, y los motores, por el momento, despiden alguna fragancia. Y sí. A la gente pobre nadie le ofrece un paisaje, pienso y anoto.


Ella está volcada encima de mí y el niño despierto como secuestrado entre sus tetas. Dos de sus deditos caminan mi pierna. Intento que no me distraiga, quiero leer: “…cuando uno es desgraciado se vuelve muy moral”, dice Proust -¿Por qué acepté ese trabajo? ¿Qué beneficio miserable me condena a estar ahí?-


El micro frena de golpe.


-Uh! el libro…, – el libro se desliza y queda entre sus pies, los de la señora-. No llego, y si lo intentara, si el niño se corriera, quedaría grosero. Si inclinara la cabeza en dirección a sus piernas, que como son gordas no se juntan, tendría que rozarla con mis orejas.


-¿Señora, usted sería tan amable de alcanzarme el libro?


-¿Qué?, -me pregunta.


Debe preguntar siempre, pienso, aunque escuche.


-Que si, por favor, me alcanza el libro que está entre sus pies, por favor…


-¡Uh querido!, se queja y corre al niño.


Mira entre sus piernas, calcula la distancia, apoya el pié derecho sobre la tapa y lo arrastra con tanta eficacia que desempolva el piso.


-Está bien seño…, deje, deje. Yo lo levanto, deje, no se moleste.


-Acá está pibe, eso sí, no me pida que me agache eh, ¡tengo la cintura a la miseria!


-Sí, claro, deje nomás. Gracias.


El esfuerzo de ser amable me frenó el insulto, boluda de mierda, pensé, no registra nada. Miro a su hijo, chiquito, lindo diría, con la vista melancólica, opaca.


Tomo el libro, lo limpio, perfilo las puntas. Con mi pulgar lo hojeo de tapa a tapa haciendo viento y ella me mira, creo. Sigo leyendo. Me detengo en los puntos y las comas, y la recuerdo a Julia. Estoy leyendo esta novela por ella. Víctor Redondo, con quién a menudo compartían cafés, poeta de pelo largo y con gestos de poeta, le dijo alguna vez que para aprender a escribir usando a tono los puntos y las comas, hay que leer la versión de “En busca del tiempo perdido”, de Pedro Salinas, y como ando intentando con la escritura, estoy en el segundo tomo.


La señora es clase media, maestra, parece, por los papeles que lleva. No sé. No hace nada. Los ojos están quietos, muy quietos. Ni piensa.


Casi todos duermen, sentados y parados. Las caras de resignación podrían dolerle a cualquiera pero sólo se escuchan los chasquidos de la boca de ella. No puedo dejar de pensar que se está sacando restos de entre los dientes, se acomoda cada tanto el corpiño y se duerme.


Sube un joven con pantalones verdes, gorrita hacia atrás y piercing en la ceja. En su remera se lee “yo soy K”. Pone un bolso inmenso en el piso, mira a distancia y circula el pasillo.


-Señor, señora ¿gusta Chicharrón?, sin compromiso, señora ¿Chicharrón?, ¡2 pesos caballero el chicharrón!


Me siento mal, abro la ventana, dejo el libro, estiro el cuello de la polera hasta la nariz, me enrulo la ceja. Tomo el libro, me doy aire, me saco los anteojos, cierro los ojos, no puedo.


-¿Caballero?, sin compromiso ¡eh!


-No, no, ¡gracias!, le digo.


El chicharrón requemado le roza la cabeza a la señora y la despierta.


-¿Doña, gusta?


-No nene, no quiero…, negro de mierrrrda, murmura, y sigue muerta.


-Mamá, ¡mami! -dice el niño hincándole el dedo en la teta- ¿qué es chicharón?


-¡¡Qué sé yo nene qué es el chicharrón!! ¡Te podés dormir de una vez! – lo agarra de los hombros, lo da vuelta y lo encaja contra la ventanilla.


Cuánto desprecio me provoca, cuántas ganas de hundirle mi puño en su garganta. Y a ése niño, ¿cuántas preguntas más le quedarán, antes que su curiosidad agonice definitivamente?, pienso, me inquieto.


-Ey!, muchacho, ¿2 pesos?, tomá. Pone el chicharrón en una bolsita usada y me lo pasa.


-Gracias jefe, dice.


Desanudo la bolsa, busco al niño que me mire, le sonrío, me sonríe apenas…


-Mirá, mi amor, ¿ves?, el chicharrón es piel de cerdo joven, que se orea y se fríe, es para comer, ¡es rico!, es el residuo de las pellas del cerdo después de derretida la manteca, es como un caramelo masticable seco, duro, que para comerlo hay que estirarlo, ¿entendés?


No, evidentemente no soy de su agrado, claro, tal vez supuso que el mundo no ofrece muchas respuestas. Y yo vine a desestimarlo.


Cayó la tarde, estoy cansado, harto, del viaje, de mi trabajo, de todo. No sé si volver a mí casa, pero estoy volviendo.


Me siento irritado y en verdad un día así es como cualquier otro. Aunque este martes parece distinto. -¿Por qué me invade el desprecio tanto más rápido que antes?-, pienso, mientras leo y me hundo. “…así, puede haber vicios por hipersensibilidad, como los hay por falta de sensibilidad”. Dice el personaje de Proust.


Son las 9 de la noche, deseo ver a Julia, siento, pero estoy llegando a casa. Entro. Ahí está Marcia, me mira, toma un repasador, se seca las manos, habla.


-Cambiate querés, -me dice-, en media hora pongo la mesa.


Me acerco a su espalda, le corro el pelo, intento besarla, ella se aleja, alcanzo a abrazarla, le beso las manos. Su piel se endurece, sus ojos se agrandan.


-¿Qué pasa Luca? ¿Querés decirme algo?


-Sí, que olés a hipoclorito de sodio, Marcia.


-¿Qué?


-Lavandina, Marcia, lavandina



Sol Guerrero

Boca abajo

Por: Sol Guerrero

La reja de la casa de mi hermana Perla está abierta. Voy entrando por el garaje, el aire se somete al reino del moho, el sol está vedado aquí. No quiero pensar con qué me voy a encontrar cuando supere esta distancia. Siento un aroma fulminante pero no tengo opción.

Me cuesta comprender a mi hermana. No debí venir pero tampoco puedo abandonar a mi madre. Sólo por ella acepto con indulgencia los delirios de Perla.

Parece un desalojo. El televisor, la heladera, la mesa y las sillas están afuera; hay papas fritas, palitos y algunas tostadas con paté.

En la cocina el vaho sube desde la alfombra, se huelen los restos que la han habitado. Los azulejos intercalan uno y uno, el rojo y el blanco. Las paredes están atiborradas de afiches y fotos de jugadores de futbol, todos de Ríver. Sobre el marco de la puerta cuatro imágenes: Alfonsín, Pasarella, Lenin; las miro en ese orden. Uno de los cuadros está inclinado. Esquivo cajas, perros, una olla con comida asomándose en los bordes. Enderezo el cuadro y la veo a mi madre ahí.

Mi hermana tiene la actitud de quién se ha ocupado todo el día de la casa para recibir a los invitados. La observo desde lejos. Las sillas, tal como las sacaron de la cocina, se orientan a la mesa, y la gente, con el cuerpo sometido, va entrando cada tanto. Ni me miran.

Se acerca mi sobrino, me abraza, tiene puesto un pijama color hueso y encima una salida de baño roja con ribetes de satén blanco. No pude decirle nada. Lo abracé.

Perla viene hablando a distancia, -servite algo, hay unas cositas ricas ahí afuera-, me da un beso en el aire. Hacía mucho tiempo que no la veía, está envejecida, disminuida, invadida de pecas desordenadas. Lleva una redecilla blanca, medio plateada, en la cabeza y la pintura de labios le desborda hasta los dientes. Sonríe todo el tiempo con un gesto barato.

Debe estar por llegar Santiago. Hace seis meses que vivimos juntos. Casi no nos vemos, por su trabajo. Anoche estuvo de guardia. Ahí está, lo veo agotado.

-¡Hola Santiago!-, lo abrazo, lo retengo, intento explicarle, me anticipo.

-Hola Ana, cómo estás amor. Va a estar todo bien, eh, dale, ánimo- me dijo, casi como un cumplido.

-¿Te conté de mi hermana, no?

-Sí, Ana, la conozco y me imagino. No te preocupes, ya sabés que tu hermana está mal, que está loca, no sabe lo que hace.

-No, Santiago, la locura es o no es, y que yo sepa Perla sólo tiene problemas renales. No está fuera de sí y eso es lo que más detesto. Que sea tan impune y yo no pueda decir nada porque para todos los que están ahí la loca que no quiso hacerse cargo de su madre soy yo. Y acá estamos, con mi madre en un cajón en medio de la cocina, con una bandera roja y blanca en los pies y los perros trepándose para lamerla como si despidiera vida. Y la imbécil de mi hermana pasando la rejilla en los bordes de madera, arrastrando qué, ¿las huellas digitales?

-Ana, Ana, corazón, vos deberías despedirte de tu madre como te parezca y listo.

Entramos a lo que ella llama la kitchenette, un rincón que forma parte de la cocina. Yo creo que ahí siempre estuvo la heladera. ¿Usó el nicho de la pared para colocar la cabecera del cajón?

-Pueden darle un beso, -dice Perla-, está tranquila.

Mi madre está vestida y pintada como para asistir a un bautismo. En sus manos lleva una cruz inmensa que bien podría ser una hélice que la elevara rapidito al cielo. Me es intolerable imaginar que pueda estar presente desde algún sitio.

Todavía me sobrevuela, como una mosca en la oreja, su pedido para que la llevara a casa, porque no quería vivir con ella. Mi madre era muy pulcra, sofisticada. Lo que más recuerdo era la cantidad de veces que se lavaba las manos, con qué dedicación se maquillaba, -así dura todo el día- decía, cuando se rociaba la cara con el fijador en spray.

-Perla, ¿no sería conveniente cerrar el cajón?

-No, de ninguna manera, ella tiene que saber quienes vinieron a despedirse, además está tan bella, ¿no te parece?

-No, Perla, no me parece, ni ella, ni el lugar, ni las condiciones, nada me parece bello aquí. Está muerta. ¿No ves? Mirá…, los labios pegados, la piel transparente, los pómulos huecos. Hay que dejarla en paz y que la naturaleza resuelva, como suele hacerlo con los muertos.

-Sí, sí, frases hechas, Ana. Para vos es fácil porque no conviviste con la veja todo este tiempo, porque no te quisiste hacer cargo.

-Para mí no es ni fue fácil. Vos sabés bien que si yo no quise tenerla en casa es porque no iba a poder cuidarla. Te propuse alquilarle un departamento con alguien que la atendiera todo el tiempo y vos, como siempre, ¡la mártir!, la trajiste, dejaste de vivir, te sirvió para victimizarte y ahora te estás viendo morir como ella.

En ese instante interrumpe una mujer morena, inmensa, con una túnica blanco hielo que se le entromete entre las piernas, a la altura de la vagina. No la conozco, le sonríe a Perla, le hace un gesto con cejas y mentón, y se ubica en un costado. Empieza a cantar con un tono agudo penetrante. Una cantante lírica venida a fracaso que terminó de sacudir la cordura y a los perros. Los aullidos acompasados se volvieron intolerables, dos de ellos empezaron a correr desquiciados por toda la casa. Perla sonríe, Santiago fuma, los conocidos comen.

-¡Belcha salí, Belchaaaa, salí, salí de ahí!- Uno de los perros, alterado, logró de un salto subirse al cajón y prácticamente la abrazó, empezó a zamarrearle el vestido. Tiró, tiró tanto que el cajón se inclinó y mi madre por su propio peso dio un giro preciso y cayó medio cuerpo al piso. Boca abajo.

Perla inconmovible, Santiago se levanta, se acerca, los invitados comen, Belcha se arrastra y yo muerta de risa casi no veo.

-¡Me pueden ayudaaaar, por favor, a levantar a mamá! ¡Santiago!, ¿la cabeza es lo que más pesa, también al morir?- le pregunté sin querer. No puedo respirar. Me río de los nervios, seguro. Verla a mi madre allí, ridícula, boca abajo, con la cruz incrustada en su estómago, la pintura corrida, el vestido atrás sin abrochar y todos los invitados, como amebas, sin moverse un centímetro.

Entre Santiago, Perla y yo la levantamos. La ubicamos otra vez en el cajón, un poco más muerta que antes.

-Ay, ¡por favor! ¡Qué espanto…! Si no fuera por la alfombra se hubiera roto los dientes, ¿sangra?, igual en este piso no se hubiera notado.

-Basta Ana, vamos- me dice Santiago. Me toma del brazo queriendo arrastrarme.

-Sí, vamos. Bueno Perla, Santiago y yo nos vamos. Mamá no se merece esto y evidentemente vos estás desquiciada-. Perla se dirige al living y vuelve con sobre en mano, me lo entrega y empiezo a leer. La miro.

-Como verás, lo único que hice fue cumplir cada uno de los deseos de nuestra madre. Ella quiso que este fuera el final del día de su muerte. A mí no me parece ni bien ni mal, es lo que ella quería y eso para mí no se discute. Sabíamos que no te iba a parecer bien.

-¿Vos querés decir que todo esto lo pensaron para molestarme? No, querida…, mamá sería incapaz, ¡eso es mentira!

-En todo caso, que-ri-da Ana, está claro que si mamá pasó sus últimos años de vida conmigo tengo derecho a decidir cómo es mejor que empiece sus primeros momentos de la muerte ¿o no?, ¿o acaso tenés idea lo qué significó tenerla acá postrada durante tres años, dándole de comer, limpiándola, escuchándola a ella y todos sus ruidos durante la noche?, mientras vos, claro, seguías disfrutando de tu tiempo libre, de esa autonomía que tanto decís defender, ¡así cualquiera! Sabíamos que te iba a molestar y reíamos de eso cuando imaginábamos el día de su muerte

-¿Incluido lo de Belcha, eso estaba en el guión?

-No, ¿estás loca?, lo de Belcha fue un accidente…

-Sí, claro, entiendo. Mirá Perla mejor me voy. Nos vamos.

-Bueno, como siempre entonces, pero dudo que a mamá le parezca una buena decisión y menos ahora que está lastimada.

Miré a Santiago, me sonrió, me dejé arrastrar y nos fuimos sin hablar. Llegamos a la esquina de casa.

-Decime algo Santiago. ¿Estuve mal?

-Mirá, Ana, no sé qué decirte…, pero quién puede asegurar, finalmente, que la muerte no sea esto. Un montón de sin razones que le pertenecen a los vivos mientras los muertos sólo se dedican a morir del mundo.

-Uh, sí, sí, frases hechas Santiago. Lo cierto es que morir de Perla ya es bastante. ¡Pobre mamá!, con lo prolija que era. Estoy segura que ahora cuando llegue lo primero que hace es lavarse las manos. ¿No te parece?

-Puede ser. Vamos a dormir nena, debés estar cansada…

-¡Indignada estoy…! ¿Viste que tenía la foto de Jorge Rial al lado de la de Lenin? ¿Qué tendrá que ver con el rojo o el blanco? Ésa la puso mamá, ¿no?

-Entrá a casa Ana que me olvidé de comprar cigarrillos. Voy y vengo. Cerrá la puerta y no le abras a nadie.

-¿A nadie, nadie?

-No Ana, a nadie.

-¿Llevás la llave?

-No.


Sol Guerrero