domingo, enero 6

Acto y Seguido

Por: Sol Guerrero

Conocía esa frase. “El mundo es una bola llena de boludos, geométricamente hablando”.

Así decía el tatuaje que recorría el entramado de su piel sobre un cuerpo vertiginoso, casi volcánico. Las gotas de sudor recorrían con ligereza la hendidura de su espalda, hasta desaparecer, por otro surco más adentrado y desconocido para mí.

Lo vi, lo leí, y cuando el semáforo me lo permitió, avancé.

Ahí estaba, aferrado a su espacio, atento a todo, al color, al aroma, a la textura, al calor, al sonido de las brasas, más musicales que cualquier tumulto de alrededor. Él no hacía más que mirar esa carne extinta y yo la suya.

En verdad no lograba entender con rigurosidad qué me estaba sucediendo. Quién tuviera el privilegio de saber qué acontece cuando estas sensaciones nos arrebatan la prolijidad de nuestros actos.

Paré el auto y pensé que volver a almorzar sería un sacrificio desafortunado, que además no me acercaría a él, entonces la excusa de llevarme comida a casa parecía apropiada, ¿y si no hicieran para llevar? Podía decirle que le veía cara conocida, ridiculeces si las hay. Tal vez preguntarle por qué tenía hecho el tatuaje con esa frase, como quién se acerca para ver algo exótico, y si hay algo que en estos tiempos ha dejado de ser exótico es un tatuaje. ¿Y utilizar alguna estrategia de seducción, una mirada, una sonrisa?

Hacía más de media hora que permanecía dentro del auto escuchando a Rachell Ferrell, una blusera que con su voz tiñe de pasión hasta el acto más rutinario de este mundo.

Mientras tanto intentaba discriminar si se trataba puramente de un momento mío de estupidez, o no. No creo, no. ¿Cuál sería la estupidez?

Algo había del orden de lo insospechado que hacía que, por primera vez, un cuerpo me condujera a un acto irreparable. Pero no era sólo eso, era una idea que gritaba en su espalda. Una manifestación de palabras repudiando algo de este mundo. Traiciones que sobornan cualquier intento reparador ante esta vida, que sospecho, algo de belleza tiene que tener escondida, escondidísima, pero que tal vez, ahí, frente a esa parrilla se estuviera mostrando ante mí. Cómo no hacer entonces de ese momento aparentemente fútil, cotidiano, un suceso encantador, exageradamente apreciado.

Bajé del auto mientras todo mi cuerpo pensaba, se acercaba, temblaba; una sola palabra mía podía detonar algo terrible o maravilloso, no había grises aquí, no los hay cuando uno decide interrumpir el futuro para decir o hacer algo que casi indefectiblemente no lo traerá de vuelta al mismo lugar o que no le cueste todo un pasado recuperarlo.

A esa altura lo mejor pero más humillante que podía suceder era que mi presencia fuera tan indiferente como la de una mosca revoloteando y posándose, como suelen hacerlo en verano, sobre su frente; casi deseaba el zarpazo de su mano espantándome, para que mi vida fuera más fácil siendo la misma, la prevista.

Me fui acercando, lo miraba sin que él pudiera notarlo, nada de él me disgustaba. No había ningún movimiento desafortunado que aliviara la idea de invadirlo, parecía muy joven. Cuanto más lo recorría más me convencía que tendría la vida asegurada o, al menos, celosamente resguardada por una mujer.

- ¿Cómo va eso? Y acababa de derrumbar cualquier atisbo de interés que pudiera haberle despertado

- Marcha-, me respondió, solidariamente con mi estupidez.

“El mundo es una bola llena….”, volví a leerle en la espalda. Me asomé sobre su omóplato derecho, tosí hacia adentro.

- Qué cosa, ¡pensar que dicen que los ángeles no tienen espalda!

Nunca antes había sentido el dolor de la risa en mi cuerpo entero, giró su cabeza sobre el hombro izquierdo, sus ojos se recostaron sobre la sien, y yo ahí, sin poder desaparecer, mirándolo con una cara que ya no era la mía.

- El problema mayor es que no tengan cerebro, ¿no?- dijo inescrupulosamente.

Podría haber hecho un esfuerzo por ser más complaciente conmigo, pero no, me humilló y me lo merezco. También sonrió, apenas.

Muy bien, pensé, no es tan trágico que esto esté sucediendo. Si no hubiera dicho lo que dije y él no hubiera respondido lo que respondió no hubiera podido empezar a entender, en ese momento, que no se trataba de un imbécil que ante el mínimo halago se sonríe.

- Bueno, vos tenés espalda y yo tengo cerebro. Para empezar vamos bien.

- Es cierto, nos parecemos bastante a los seres humanos, aunque habría que ver.

- Sí, claro, claro-. Me acerco. No llego pero me acerco lo suficiente.

- Esta carne parece sabrosa. ¿Podré probarla?

- Toda suya, mujer.

Se retira, me sonríe, se limpia las manos, toma el cuchillo, aleja las brasas, se pasa el antebrazo por la sien, se quita el delantal, queda en cuero. Un dorso apabullante, terracota intenso. Los músculos a la vista, ordenados, insolentes. Se acerca demasiado, me toma la cintura, se hunde en mi cuello, respira profundo, me besa la comisura de la boca, se lleva un labio. Su mano en mi espalda, sube hacia la nuca, va bajando, vertebra por vertebra, dejando agua. Entra en mi falda, buscando el muslo, rodea el centro, invade mis piernas, me despoja de camisa, se resguarda en mi seno. Desciende, busca, acierta, desgarra, se asienta en los labios. Voy muriendo, pierdo el cielo. El vacío lento, consumado, pleno. Me sonríe, se limpia las manos, toma el cuchillo, se acerca al fuego.

- Un manjar…

- ¿Querés más?

- No, está bien, vuelvo mañana.

- Vení más temprano.

- ¿Te puedo hacer una pregunta?

- Sí, por supuesto.

- ¿La frase que tenés en la espalda? La conozco pero no recuerdo…

- Leopoldo Marechal, de “Megafón o la guerra”

- Claro. “Yo soy de las que se aferran a su infierno, más por economía que por obstinación. El infierno es un haz de lo posible y quien no muerda las vainas del dolor, las morderá algún día con los dientes más flojos”

- Ah mirá, parece que lo leíste.

- Hay mucho más en tu espalda y en mi cerebro que lo que ha soñado tu filosofía ¿no?

- Puede ser. ¿Te veo mañana?

- No lo dudes.


Sol Guerrero

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