domingo, enero 6

Boca abajo

Por: Sol Guerrero

La reja de la casa de mi hermana Perla está abierta. Voy entrando por el garaje, el aire se somete al reino del moho, el sol está vedado aquí. No quiero pensar con qué me voy a encontrar cuando supere esta distancia. Siento un aroma fulminante pero no tengo opción.

Me cuesta comprender a mi hermana. No debí venir pero tampoco puedo abandonar a mi madre. Sólo por ella acepto con indulgencia los delirios de Perla.

Parece un desalojo. El televisor, la heladera, la mesa y las sillas están afuera; hay papas fritas, palitos y algunas tostadas con paté.

En la cocina el vaho sube desde la alfombra, se huelen los restos que la han habitado. Los azulejos intercalan uno y uno, el rojo y el blanco. Las paredes están atiborradas de afiches y fotos de jugadores de futbol, todos de Ríver. Sobre el marco de la puerta cuatro imágenes: Alfonsín, Pasarella, Lenin; las miro en ese orden. Uno de los cuadros está inclinado. Esquivo cajas, perros, una olla con comida asomándose en los bordes. Enderezo el cuadro y la veo a mi madre ahí.

Mi hermana tiene la actitud de quién se ha ocupado todo el día de la casa para recibir a los invitados. La observo desde lejos. Las sillas, tal como las sacaron de la cocina, se orientan a la mesa, y la gente, con el cuerpo sometido, va entrando cada tanto. Ni me miran.

Se acerca mi sobrino, me abraza, tiene puesto un pijama color hueso y encima una salida de baño roja con ribetes de satén blanco. No pude decirle nada. Lo abracé.

Perla viene hablando a distancia, -servite algo, hay unas cositas ricas ahí afuera-, me da un beso en el aire. Hacía mucho tiempo que no la veía, está envejecida, disminuida, invadida de pecas desordenadas. Lleva una redecilla blanca, medio plateada, en la cabeza y la pintura de labios le desborda hasta los dientes. Sonríe todo el tiempo con un gesto barato.

Debe estar por llegar Santiago. Hace seis meses que vivimos juntos. Casi no nos vemos, por su trabajo. Anoche estuvo de guardia. Ahí está, lo veo agotado.

-¡Hola Santiago!-, lo abrazo, lo retengo, intento explicarle, me anticipo.

-Hola Ana, cómo estás amor. Va a estar todo bien, eh, dale, ánimo- me dijo, casi como un cumplido.

-¿Te conté de mi hermana, no?

-Sí, Ana, la conozco y me imagino. No te preocupes, ya sabés que tu hermana está mal, que está loca, no sabe lo que hace.

-No, Santiago, la locura es o no es, y que yo sepa Perla sólo tiene problemas renales. No está fuera de sí y eso es lo que más detesto. Que sea tan impune y yo no pueda decir nada porque para todos los que están ahí la loca que no quiso hacerse cargo de su madre soy yo. Y acá estamos, con mi madre en un cajón en medio de la cocina, con una bandera roja y blanca en los pies y los perros trepándose para lamerla como si despidiera vida. Y la imbécil de mi hermana pasando la rejilla en los bordes de madera, arrastrando qué, ¿las huellas digitales?

-Ana, Ana, corazón, vos deberías despedirte de tu madre como te parezca y listo.

Entramos a lo que ella llama la kitchenette, un rincón que forma parte de la cocina. Yo creo que ahí siempre estuvo la heladera. ¿Usó el nicho de la pared para colocar la cabecera del cajón?

-Pueden darle un beso, -dice Perla-, está tranquila.

Mi madre está vestida y pintada como para asistir a un bautismo. En sus manos lleva una cruz inmensa que bien podría ser una hélice que la elevara rapidito al cielo. Me es intolerable imaginar que pueda estar presente desde algún sitio.

Todavía me sobrevuela, como una mosca en la oreja, su pedido para que la llevara a casa, porque no quería vivir con ella. Mi madre era muy pulcra, sofisticada. Lo que más recuerdo era la cantidad de veces que se lavaba las manos, con qué dedicación se maquillaba, -así dura todo el día- decía, cuando se rociaba la cara con el fijador en spray.

-Perla, ¿no sería conveniente cerrar el cajón?

-No, de ninguna manera, ella tiene que saber quienes vinieron a despedirse, además está tan bella, ¿no te parece?

-No, Perla, no me parece, ni ella, ni el lugar, ni las condiciones, nada me parece bello aquí. Está muerta. ¿No ves? Mirá…, los labios pegados, la piel transparente, los pómulos huecos. Hay que dejarla en paz y que la naturaleza resuelva, como suele hacerlo con los muertos.

-Sí, sí, frases hechas, Ana. Para vos es fácil porque no conviviste con la veja todo este tiempo, porque no te quisiste hacer cargo.

-Para mí no es ni fue fácil. Vos sabés bien que si yo no quise tenerla en casa es porque no iba a poder cuidarla. Te propuse alquilarle un departamento con alguien que la atendiera todo el tiempo y vos, como siempre, ¡la mártir!, la trajiste, dejaste de vivir, te sirvió para victimizarte y ahora te estás viendo morir como ella.

En ese instante interrumpe una mujer morena, inmensa, con una túnica blanco hielo que se le entromete entre las piernas, a la altura de la vagina. No la conozco, le sonríe a Perla, le hace un gesto con cejas y mentón, y se ubica en un costado. Empieza a cantar con un tono agudo penetrante. Una cantante lírica venida a fracaso que terminó de sacudir la cordura y a los perros. Los aullidos acompasados se volvieron intolerables, dos de ellos empezaron a correr desquiciados por toda la casa. Perla sonríe, Santiago fuma, los conocidos comen.

-¡Belcha salí, Belchaaaa, salí, salí de ahí!- Uno de los perros, alterado, logró de un salto subirse al cajón y prácticamente la abrazó, empezó a zamarrearle el vestido. Tiró, tiró tanto que el cajón se inclinó y mi madre por su propio peso dio un giro preciso y cayó medio cuerpo al piso. Boca abajo.

Perla inconmovible, Santiago se levanta, se acerca, los invitados comen, Belcha se arrastra y yo muerta de risa casi no veo.

-¡Me pueden ayudaaaar, por favor, a levantar a mamá! ¡Santiago!, ¿la cabeza es lo que más pesa, también al morir?- le pregunté sin querer. No puedo respirar. Me río de los nervios, seguro. Verla a mi madre allí, ridícula, boca abajo, con la cruz incrustada en su estómago, la pintura corrida, el vestido atrás sin abrochar y todos los invitados, como amebas, sin moverse un centímetro.

Entre Santiago, Perla y yo la levantamos. La ubicamos otra vez en el cajón, un poco más muerta que antes.

-Ay, ¡por favor! ¡Qué espanto…! Si no fuera por la alfombra se hubiera roto los dientes, ¿sangra?, igual en este piso no se hubiera notado.

-Basta Ana, vamos- me dice Santiago. Me toma del brazo queriendo arrastrarme.

-Sí, vamos. Bueno Perla, Santiago y yo nos vamos. Mamá no se merece esto y evidentemente vos estás desquiciada-. Perla se dirige al living y vuelve con sobre en mano, me lo entrega y empiezo a leer. La miro.

-Como verás, lo único que hice fue cumplir cada uno de los deseos de nuestra madre. Ella quiso que este fuera el final del día de su muerte. A mí no me parece ni bien ni mal, es lo que ella quería y eso para mí no se discute. Sabíamos que no te iba a parecer bien.

-¿Vos querés decir que todo esto lo pensaron para molestarme? No, querida…, mamá sería incapaz, ¡eso es mentira!

-En todo caso, que-ri-da Ana, está claro que si mamá pasó sus últimos años de vida conmigo tengo derecho a decidir cómo es mejor que empiece sus primeros momentos de la muerte ¿o no?, ¿o acaso tenés idea lo qué significó tenerla acá postrada durante tres años, dándole de comer, limpiándola, escuchándola a ella y todos sus ruidos durante la noche?, mientras vos, claro, seguías disfrutando de tu tiempo libre, de esa autonomía que tanto decís defender, ¡así cualquiera! Sabíamos que te iba a molestar y reíamos de eso cuando imaginábamos el día de su muerte

-¿Incluido lo de Belcha, eso estaba en el guión?

-No, ¿estás loca?, lo de Belcha fue un accidente…

-Sí, claro, entiendo. Mirá Perla mejor me voy. Nos vamos.

-Bueno, como siempre entonces, pero dudo que a mamá le parezca una buena decisión y menos ahora que está lastimada.

Miré a Santiago, me sonrió, me dejé arrastrar y nos fuimos sin hablar. Llegamos a la esquina de casa.

-Decime algo Santiago. ¿Estuve mal?

-Mirá, Ana, no sé qué decirte…, pero quién puede asegurar, finalmente, que la muerte no sea esto. Un montón de sin razones que le pertenecen a los vivos mientras los muertos sólo se dedican a morir del mundo.

-Uh, sí, sí, frases hechas Santiago. Lo cierto es que morir de Perla ya es bastante. ¡Pobre mamá!, con lo prolija que era. Estoy segura que ahora cuando llegue lo primero que hace es lavarse las manos. ¿No te parece?

-Puede ser. Vamos a dormir nena, debés estar cansada…

-¡Indignada estoy…! ¿Viste que tenía la foto de Jorge Rial al lado de la de Lenin? ¿Qué tendrá que ver con el rojo o el blanco? Ésa la puso mamá, ¿no?

-Entrá a casa Ana que me olvidé de comprar cigarrillos. Voy y vengo. Cerrá la puerta y no le abras a nadie.

-¿A nadie, nadie?

-No Ana, a nadie.

-¿Llevás la llave?

-No.


Sol Guerrero

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