domingo, enero 6

Piel de cerdo, oreada y frita

Por: Sol Guerrero


Si Marcia, mi mujer, estuviera despierta, le diría que este martes huele distinto.


Vivo en el Gran Buenos Aires, al sur. Me levanto temprano, recién terminada la noche. Tardo mucho tiempo en peinarme, siempre llego tarde. Igual me peino hasta el final. No debo olvidar nada. Si me voy ya no puedo volver. En el conurbano, por las distancias, cuando uno se va, se va. Marcia, mi mujer, duerme.


Salgo a tomar el micro sintiendo que podría ser la última vez. Que no estaría mal renunciar a este trabajo, tengo otros, sería saludable, me digo.


“¡Usted no sabe lo que dice! ¡Muérase Lucas, muérase!” Imagino decir a Jesús Altavista, mi jefe. Siempre usa esa frase cuando algo lo desencaja.


-Lu-ca, sin “s”, le digo cada vez, como Lu-Ca Pro-dan, y lo dejo hablando.


La parada del micro es inhóspita. -Cualquier sitio, si no es íntimo, es finalmente inhóspito para la inmensa mayoría de la gente-, escribo en mi cuaderno. Apunto impresiones que levanto de la calle, cosa que no hay que hacer, leí alguna vez, pero no quiero olvidarlas, aunque finalmente sea una trampa.


Nadie la vio subir al micro. Yo sí. Vi, que entre el cuarto y quinto botón de su camisa fucsia asomaba un pedazo de panza haciendo presión. Se arrimó tanto a mi cuerpo que me tenté a olerla y la olí. Hipoclorito de sodio. Se sienta al lado mío, la miro de soslayo.


Con una mano se quita sobras del mentón, con la otra sostiene a su hijo que ya se había caído tres veces y ella inmutable, casi muerta. Sus manos son gorditas, los dedos cortos, las uñas crecidas. No lo puedo evitar, me desagrada.


Tengo dos horas hasta La Plata. Además de ella, el paisaje apesta. La basura huele a hueso, a hueso con carne. El aire oprime, y los motores, por el momento, despiden alguna fragancia. Y sí. A la gente pobre nadie le ofrece un paisaje, pienso y anoto.


Ella está volcada encima de mí y el niño despierto como secuestrado entre sus tetas. Dos de sus deditos caminan mi pierna. Intento que no me distraiga, quiero leer: “…cuando uno es desgraciado se vuelve muy moral”, dice Proust -¿Por qué acepté ese trabajo? ¿Qué beneficio miserable me condena a estar ahí?-


El micro frena de golpe.


-Uh! el libro…, – el libro se desliza y queda entre sus pies, los de la señora-. No llego, y si lo intentara, si el niño se corriera, quedaría grosero. Si inclinara la cabeza en dirección a sus piernas, que como son gordas no se juntan, tendría que rozarla con mis orejas.


-¿Señora, usted sería tan amable de alcanzarme el libro?


-¿Qué?, -me pregunta.


Debe preguntar siempre, pienso, aunque escuche.


-Que si, por favor, me alcanza el libro que está entre sus pies, por favor…


-¡Uh querido!, se queja y corre al niño.


Mira entre sus piernas, calcula la distancia, apoya el pié derecho sobre la tapa y lo arrastra con tanta eficacia que desempolva el piso.


-Está bien seño…, deje, deje. Yo lo levanto, deje, no se moleste.


-Acá está pibe, eso sí, no me pida que me agache eh, ¡tengo la cintura a la miseria!


-Sí, claro, deje nomás. Gracias.


El esfuerzo de ser amable me frenó el insulto, boluda de mierda, pensé, no registra nada. Miro a su hijo, chiquito, lindo diría, con la vista melancólica, opaca.


Tomo el libro, lo limpio, perfilo las puntas. Con mi pulgar lo hojeo de tapa a tapa haciendo viento y ella me mira, creo. Sigo leyendo. Me detengo en los puntos y las comas, y la recuerdo a Julia. Estoy leyendo esta novela por ella. Víctor Redondo, con quién a menudo compartían cafés, poeta de pelo largo y con gestos de poeta, le dijo alguna vez que para aprender a escribir usando a tono los puntos y las comas, hay que leer la versión de “En busca del tiempo perdido”, de Pedro Salinas, y como ando intentando con la escritura, estoy en el segundo tomo.


La señora es clase media, maestra, parece, por los papeles que lleva. No sé. No hace nada. Los ojos están quietos, muy quietos. Ni piensa.


Casi todos duermen, sentados y parados. Las caras de resignación podrían dolerle a cualquiera pero sólo se escuchan los chasquidos de la boca de ella. No puedo dejar de pensar que se está sacando restos de entre los dientes, se acomoda cada tanto el corpiño y se duerme.


Sube un joven con pantalones verdes, gorrita hacia atrás y piercing en la ceja. En su remera se lee “yo soy K”. Pone un bolso inmenso en el piso, mira a distancia y circula el pasillo.


-Señor, señora ¿gusta Chicharrón?, sin compromiso, señora ¿Chicharrón?, ¡2 pesos caballero el chicharrón!


Me siento mal, abro la ventana, dejo el libro, estiro el cuello de la polera hasta la nariz, me enrulo la ceja. Tomo el libro, me doy aire, me saco los anteojos, cierro los ojos, no puedo.


-¿Caballero?, sin compromiso ¡eh!


-No, no, ¡gracias!, le digo.


El chicharrón requemado le roza la cabeza a la señora y la despierta.


-¿Doña, gusta?


-No nene, no quiero…, negro de mierrrrda, murmura, y sigue muerta.


-Mamá, ¡mami! -dice el niño hincándole el dedo en la teta- ¿qué es chicharón?


-¡¡Qué sé yo nene qué es el chicharrón!! ¡Te podés dormir de una vez! – lo agarra de los hombros, lo da vuelta y lo encaja contra la ventanilla.


Cuánto desprecio me provoca, cuántas ganas de hundirle mi puño en su garganta. Y a ése niño, ¿cuántas preguntas más le quedarán, antes que su curiosidad agonice definitivamente?, pienso, me inquieto.


-Ey!, muchacho, ¿2 pesos?, tomá. Pone el chicharrón en una bolsita usada y me lo pasa.


-Gracias jefe, dice.


Desanudo la bolsa, busco al niño que me mire, le sonrío, me sonríe apenas…


-Mirá, mi amor, ¿ves?, el chicharrón es piel de cerdo joven, que se orea y se fríe, es para comer, ¡es rico!, es el residuo de las pellas del cerdo después de derretida la manteca, es como un caramelo masticable seco, duro, que para comerlo hay que estirarlo, ¿entendés?


No, evidentemente no soy de su agrado, claro, tal vez supuso que el mundo no ofrece muchas respuestas. Y yo vine a desestimarlo.


Cayó la tarde, estoy cansado, harto, del viaje, de mi trabajo, de todo. No sé si volver a mí casa, pero estoy volviendo.


Me siento irritado y en verdad un día así es como cualquier otro. Aunque este martes parece distinto. -¿Por qué me invade el desprecio tanto más rápido que antes?-, pienso, mientras leo y me hundo. “…así, puede haber vicios por hipersensibilidad, como los hay por falta de sensibilidad”. Dice el personaje de Proust.


Son las 9 de la noche, deseo ver a Julia, siento, pero estoy llegando a casa. Entro. Ahí está Marcia, me mira, toma un repasador, se seca las manos, habla.


-Cambiate querés, -me dice-, en media hora pongo la mesa.


Me acerco a su espalda, le corro el pelo, intento besarla, ella se aleja, alcanzo a abrazarla, le beso las manos. Su piel se endurece, sus ojos se agrandan.


-¿Qué pasa Luca? ¿Querés decirme algo?


-Sí, que olés a hipoclorito de sodio, Marcia.


-¿Qué?


-Lavandina, Marcia, lavandina



Sol Guerrero

1 comentario:

Aquí puedes comentar. (Si no tienes cuenta donde dice "comentar como": clickeá "Anónimo" y firmá dentro del comentario)