martes, diciembre 29

Argumentos

Por: Sol Guerrero

Mil hojas, mil vueltas, mil palabras para decirte de infinitos modos, con matices de diversa intensidad, con lenguaje urbano y no tanto, con más o menos poesía. Con emociones bordeando la tristeza y expresiones inquietas de alegría. Intentando palabras innovadoras y frases nunca dichas. Diciendo que sí a todo lo que imagine provenga de tu boca. Argumentando todos los no posibles a lo que ponga en riesgo nuestro encuentro. Buscando que cualquier palabra trascienda la escritura y se convierta en caricia, atravesando la distancia que acarreamos sin pena y con gloria. Que te amo. Que la vida con vos, lo sé, será una fiesta y que yo, animadora sin disfraz, pondré mi alma en juego y a jugar para hacerlos feliz, a vos y a ella, que son, desde que son, mi sangre transfundida por tus besos, cada idea hecha historia en tus ojos y mi orgasmo perfecto vuelto Vera.

domingo, agosto 16

Siete brujas

Autores varios

Eugenia se enrojeció de furia al escucharla. No podía creer que se atreviera a decir ahora, después de su actitud durante todo este tiempo, semejante cosa. René dejó el sillón en el que estaba recostada y mirando fríamente a Eugenia, se fue sin hablar.

Eugenia quedó perpleja. Se acercó a la ventana, observó como René se alejaba con paso lento, pero firme y seguro. Así, como era su personalidad. Esa personalidad que por un lado la atrapaba y elevaba pero por otro lado no la hacía tan feliz como había esperado.

Hacía mucho frío. Con una mezcla extraña de enojo, abandono y libertad, Eugenia se preparó un té de arándano -que tanto le gustaba-, encontró un pedazo de torta en la heladera y dijo.....-sí, algo dulce y rico como este merengue con dulce de leche, para acompañar el té.-

Mientras René caminando, se cruzaba con vecinas que chismorreaban y miraban de reojo. Ella inmune a todo, seguía avanzando, alejándose.

A pesar de los intentos, nadie en el barrio sabía qué sentimiento unía a René y a Eugenia, no obstante ellas sabían que cada domingo eran tema de conversación entre más de una familia que asistía a misa, como es de suponer, religiosamente.

Las tapas de los diarios anunciaban un temporal. En las vidas de René y Eugenia ya había comenzado, sin un por qué, sin un motivo que tuviera que ver con ellas, sin...

Lo cierto es que había algo de rutina, algo de hastío, luego de tantas tardes y momentos compartidos que lentamente empezaba a emerger. Eugenia, como siempre, era la primera en percibirlo y la primera en tomar la decisión, sin saber que lo que ocurriría después sería irremediable.

Esa noche René la esperaba con la cena lista como todos los jueves, único día de la semana que llegaba más temprano que Eugenia. Al entrar a la casa René estaba parada junto al bar, en la esquina del living, con su vestido preferido de color azul francia y dos copas de vino tinto en la mano; le sonrió.

Lo primero que observó fue el semblante serio, la mirada impertérrita de Eugenia, que contrastaba con su natural apariencia de todos los días, o al menos de esos días que parecían cada vez más lejanos. Luego de su rechazo a tomar la copa de vino en sus manos se hizo un silencio escalofriante hasta que de los labios de Eugenia salió la frase tan temida... -¡Ya basta René, tenemos que hablar!-

René hizo memoria. Episodios de este estilo fueron frecuentes en los inicios de la relación, pero hacía largos años que no se repetían. Ella interpretó que sería otro enojo momentáneo de Eugenia. Sin embargo, algo diferente se percibía esta vez. René sentía frío y el silencio inundaba toda la casa hasta que, repentinamente, el timbre, nunca tan inoportuno como en ese momento y jamás con tanta intensidad, había sonado tanto que las dos se estremecieron.
Era el vecino de la casa de al lado. Como todos los años se estaba por organizar el aniversario de la fundacion de Bel Ville o como se llamaba antes, Fraile Muerto. Ellas eran las encargadas de la organización.

En vano fue que René tratara de convencerlo de que pase en otro momento. Eusebio pasó como si fuera su casa y no paraba de hablar. Palabras como donaciones, entradas, música jamás habían sonado tan insignificantes para ellas. Pero a los minutos se inmutó; algo raro percibió en el ambiente, un olor extraño, muy extraño. Presentía algo.

Eugenia estaba decidida porque lo que no estaba en sus planes era que esta vez René llegaría tan lejos y peor aún, que René no dimensionara la locura que había hecho la noche anterior cuando la escuchó decir -ya está, ya lo hice... mamá no va a molestar más-

Ése no era el plan que habían acordado pero la naturalidad que René mostraba ante lo acontecido desconcertaba tanto a Eugenia que la obligó a actuar con cautela.

De la organización del evento ni palabra. Ante el clima de la casa Eusebio decidió retirarse y era probable que se encargara de hacer correr en el barrio la extrañeza que había sentido.

En minutos en todos los hogares de la vecindad, corrían rumores acerca de la señora anciana...,"ella ha desaparecido, también con la familia que tiene, pobrecita" "parece que la viejita se fue a Europa, vieja desagradecida con la que han hecho esas mujeres por ella" "algo pasa en la casa de René, dicen que se metieron en una secta", y cosas como esas circulaban.

De Asunta, la madre de René, sólo quedaban sus objetos pero de ella nada a la vista. Dadas las condiciones Eugenia debía indagar con cierta calma qué había hecho René con su madre.

Asunta se caracterizaba por ser muy tirana con ellas. Desde que René decidió vivir con Eugenia no dejó de martirizarla, nunca dejaba de hacer comentarios hostiles, no paraba. Asunta nunca dejaba de hablar.

La relación de ellas estaba peligrando desde hacía tiempo y las dos habían pensado diferentes maneras de neutralizarla pero lo que había hecho René se había corrido de los planes y de eso era de lo que tenían que hablar. Empezó pidiéndole que viera al abogado para poner los papeles en regla. Todavía no estaba liquidado el tema del campo y mucho menos el de todos los negocios de Don Fortunato, primer marido de Asunta, padre de René y de tres de los cinco hermanos.

Eugenia suponía que empezar a hablar de estas cuestiones familiares animaría a René a confesar cuál había sido el destino de Asunta. Ante el acercamiento lento y amable de Eugenia, René se volvía cada vez más pequeña, su actitud aniñada y perdida la conmovían tanto que ya a esa altura había empezado a acariciar su hombro como un gesto de protección. Lo cierto es que ella sabía que Asunta estaba en la casa, la presentía, la olía…

Desde la tragedia, donde murieron los tres hermanos menores, nunca más se trató el tema. Asunta, con su tiranía, no permitía a nadie hablar de eso...

Eugenia fue directo al grano, la desesperaba oler por toda la casa el penetrante perfume "siete brujas" de Asunta... Miró fijamente a los ojos de René y le preguntó, -¿qué sustancia le pusiste al perfume de Asunta? ¿Qué hiciste René? ¿Quién tiene la escritura del Campo? ¿El día del accidente de..., bueno, ya sabes... los papeles estaban en la camioneta que se incendió o eso es lo que nos hicieron creer?-

René no emitía palabra, sólo la miraba fijamente, Eugenia insistía con las preguntas una y otra vez... ¿Por qué Leandro se interesó tanto en hacerse cargo de mamá, cuando todos sabemos que nunca aceptó que se vuelva a casar?

De pronto Eugenia se estremeció, dejó de hacer preguntas. Algo que brillaba salía de abajo del sillón, parecía la punta de un filoso cuchillo, se acercó lentamente al sillón y por un instante sintió miedo de René.

René no entendía por qué su hermanastra estaba como paralizada y con los ojos fijos mirando a sus pies. Esperaba más preguntas mientras su cabeza trataba de hilar respuestas rápidas y contundentes. Eugenia se agachó como pudo y extendió la mano para agarrar aquello que brillaba sobre la alfombra. -No estarás pensando que yo...- Dijo René. -Por favor Eugenia, como te atreves a pensar eso, te olvidas que ayer pasó Eusebio a matar un cordero para la fiesta de aniversario de la Fundación de Bell Ville?-

-¿Y ahora qué pasa Eugenia? ¿Se te perdió algo?- - No, no- respondió Eugenia avergonzada al tiempo que sacaba también de abajo del sillón las agujas de tejer de René. Eugenia contrariada, René comportándose de manera confusa, el cuchillo de Eusebio, las agujas de tejer y ningún rastro de Asunta hacían del paisaje de aquella noche un evento estremecedor. Eugenia recuperó lucidez y en ese instante sentó a René, inmóvil, petrificada, de espaldas en un sillón y frente a la ventana. La habitación oscura, tenebrosa y ese olor…, ese olor que atravesaba a Eugenia hasta el alma

-Basta- gritó Eugenia... -esto ya no tiene sentido, ningún sentido, ¿es que el odio y la codicia cegaron tu corazón? ¿Quién tuvo la idea?, siempre vos, la preferida-

Mientras en el altillo Asunta estaba sentada en la mecedora, con la mirada perdida como siempre. Está así desde que murieron sus tres hijos menores, los que tuvo realmente por amor, después de enviudar y poder terminar con esa nefasta relación que la mantuvo esclava durante sus años más jóvenes. Ese accidente en el que ella nunca creyó.

Eugenia comenzó a sentir temor. El olor era cada vez más fuerte y la imagen de Asunta no era muy visible por la oscuridad apenas se veía una manta que cubría sus piernas.

Nadie se explica cómo Eugenia abandonó la sala y subió las escaleras que daban al altillo, ¿qué la guió? René la siguió y en el camino trataba de apresurar confusas respuestas a los interrogantes de su hermanastra -Ves ahí la tenés a la vieja avara- dijo René señalando la mecedora, el olor nauseabundo del "7 brujas" mezclado con los propios olores de un altillo abandonado, daban una sensación de espanto, de rechazo, asco. Una rara mezcla de todo lo que en esa familia se ocultaba, la imagen hablaba por sí sola. Eugenia, René y la vieja avara.

-¿Y... No era que estaba de viaje disfrutando..?- gritaba Eugenia mientras lentamente Asunta daba vuelta su cabeza como percatándose recién de la presencia de alguien más, quiso hablar pero no pudo... Eugenia entendió. -Ahí está. ¿Acaso no te molestaba que no parara de hablar?- dijo René cínicamente. -Por favor René... ¿Qué le hiciste?- René caminó unos pasos y haciendo círculos con su dedo índice sobre una mesa de madera gastada ubicada en un costado dijo... -¿Querés saber qué hice...? Le di de tomar de su propio perfume...- -¿el 7 brujas?- completó Eugenia... -Sí... pero con algunas gotitas de ácido muriático. Creo que funcionó porque le desintegró las cuerdas vocales...-

Eugenia empezó a temblar completa, René acercándose a su madre sin inmutarse tomó un cepillo y empezó a desenredar el largo pelo de Asunta. El silencio del lugar era insoportable.

La manta seguía cubriendo las piernas. Eugenia no se atrevía a sacarla temiendo con lo que se podía encontrar pero le llamaba mucho la atención. Asunta, nunca fue friolenta. Las manos de Asunta estaban inmóviles, se dejaban ver fuera de la manta que la cubría. Eugenia dudaba en retroceder o quedarse allí, su cuerpo se estremecía, y toda esa fuerza que la hizo subir hasta el altillo y gritar por su madre había desaparecido.

René, con la mirada perdida, fría, seguía peinando la cabellera de Asunta, pero los mechones de ese cabello largo y renegrido, con un brillo reflejante que caía sobre su espalda hasta casi la cintura, envidiado por las otras jovencitas del pueblo cuando Asunta tenía 15 años, quedaba enredado en las manos de René. Los mechones caían y dejaban entrever el cuero cabelludo casposo de Asunta. ¿Qué pasaría por esa cabeza en ese instante? ¿Pensaría en ella o en René y Eugenia? ¿Pensaría…?

Lo cierto es que el fuerte olor que emanaba desde el altillo, sumado a la prolongada ausencia de Doña Asunta hicieron que el vecindario se movilizara con intenciones de esclarecer el enigma que crecía cada vez más. Rumores de todo tipo sobrevolaban Bell Ville.

-Estás loca René! ¿qué haces? ¿Cómo pudiste? gritaba Eugenia sin escuchar que la puerta de la casa se había abierto y alguien había subido las escaleras. Eusebio, quien había sido el responsable de propagar suspicacias de toda índole, fue quien ingresó violentamente a la propiedad que compartían las mujeres.

Eugenia no soportó más. Miles de imágenes giraban a su alrededor, mareada se desplomó y al caer golpeó fuertemente su cabeza en el viejo baúl de madera que habían traído sus abuelos inmigrantes y cuya llave Asunta guardó siempre muy celosamente.

Dando un fuerte golpe con el cepillo del pelo, la lámpara cayó haciéndose añicos sobre la alfombra. En segundos la habitación se convirtió en gritos y llamas. Eugenia, desesperada quería sacar a Asunta de ese espanto. A pesar de sus pocas fuerzas logró apagar el fuego.

Eugenia y René seguían discutiendo mientras por las mejillas de Asunta empezaron a rodar lagrimas, lagrimas de tristeza, no podía comprender como ellas a pesar de todo lo ocurrido en la familia ese último tiempo, continuaban peleando por la herencia. René tenía una mirada burlona, casi desquiciada, Eugenia percibió la tristeza de Asunta, se acercó a ella le secó las lágrimas y le susurro al oído las palabras que esperaba escuchar. ¡No estás sola, nos ocuparemos de René, no hará más daño!

Eugenia miró a René y le pidió con toda dulzura que la acompañara a la sala. Al final de la escalera se encontraban la policía y el médico del psiquiátrico. René fue bajando, no opuso resistencia. Pidió dos gotas del 7 brujas y bajó cantando -Oh, debo planchar mi vestido preferido, mi vestido azul francia…

Eugenia, tomada del brazo de René, se lamentaba -¿Por qué? ¿Por qué René?- -Ahhh si no fueras tan curiosa...! Tan entrometida!- contestó René...

Después sólo un grito ahogado y el ruido de algo que caía por las escaleras de madera, al tiempo que René le decía a Eugenia -yo siempre supe que esto iba a salir mal-.


Escribieron esta historia: Catalina González, Marcela Silva, Ivan Pablo Orbuch, Graciela Fernández, María Victoria Hermosilla y Sol Guerrero

domingo, agosto 9

De Fernando Pessoa

Enviadas por: Catalina Gonzalez

"Morir es pasar a ser otro por entero. Por eso el suicidio es una cobardía; es entregarse totalemente a la vida"

" La vida es para nosotros lo que en ella concebimos. Para el rústico, uyo campo es todo para él, ese campo es un imperio. Para el César, cuyo imperio le parece poco, ese imperio es un campo."

" Amar es cansarse de estar solo:es una cobardía, por lo tanto, una traición a nosotros mismos"

y mi preferida de todas: " Mi vida es como si me golpeasen con ella"

Fernando Pessoa

viernes, agosto 7

Serás...

Por: Sol Guerrero

Serás, amor,
un rugido del alma,
un sitio de manos transpiradas.
Palmas laboriosas encarnadas en mi espalda.
Furia indolente que se estanca en mi garganta.

Serás, a mis ojos, la última distancia.

Furtivo, encadenado,
soberbio, apasionado.
Serás, la verdad que me anticipa,
una vida enamorada...


Sol Guerrero

jueves, junio 18

Arañando

Por: Sol Guerrero

Extraños órganos las uñas que sólo sirven para guardar restos…

Hay olores que me gustan. El esmalte, la acetona, el cemento de contacto, son fragancias que dejan un halo intenso y prepotente. Cierto perfil adictivo, tal vez, que me inclina a placeres agresivos, inocuos y no tanto. El tabaco, el vino, algún cigarrillo de marihuana de vez en cuando. Y el amor. Pero no el amor convencional, las frases que no dicen del amor, la filosofía berreta del amor. No. El perfume del amor que, como elixir, me insta a buscarlo siempre.


Deseos que se amontonan y algo que circula por sangre nos avisa que va a estallar. Nunca sabemos cómo, ni dónde, ni de qué manera.


El amor no es per sé. Es en la medida de lo que otro cuerpo significa, de cómo corrompe aprioris de la pasión. Nunca puede ser igual. No hay ardores que se repliquen, hay amores que estrenan cada vez un ser distinto. Si eso ocurre hemos establecido un vínculo, amoroso, apasionado, trascendente.


Pienso, mientras arrastro las basuritas que siguen amarradas a mis uñas, en el amor y los enunciados que lo matan.


Sé de mujeres que no transpiran. Que no se atreven a desenjaular el sudor cuando una pasión las acecha. No se advierte en ellas ni una mariposa carreteando sobre la piel. Son opacas e indolentes para el amor.


Y escucho decir que se puede estar viva sin él.


Estar solo sin sentirse amenazado de muerte es posible sólo si nos revuela un amor desnudo, descarnado. Un vínculo que no invoque al resguardo. Que suceda tal como es, sin laberintos, o con marañas de salideras posibles.


Y escucho decir que entrampa.


Salirse de sí mismo es no saber dónde se dejan las llaves cuando se ingresa a la casa; se olvidan los actos fútiles pero se ve al pájaro sediento hacerse de una gota voladora. Confunde a los miserables y a los audaces les abre una ventana.


Y escucho decir que se extingue.


Que emerge como convulsión con final anunciado. Y será que en cada final hay una trampa, que la gloria de su cuerpo se lleva del otro algo de soberbia y van quedando menos artilugios que nos defienda de la nada cuando en ese instante la vida parecía serlo todo.


Y hay enunciados que lo avivan…


Se de quienes le endilgan un estado de embriaguez. Únicos instantes en la vida, tal vez, en donde cierto encantamiento del mundo nos distrae de miserias relevantes.


Que no hay maravilla mundana que acaricie siquiera sus virtudes. Nada más parecido a eso que sospechamos, es, estar vivos.


Pero el amor no es, sino cuando se ama. No hay trazo que pueda definir sus contornos. Se lo circunvala andando. Se sujeta a nosotros cuando la fantasía inaugura un deseo que no estaba y se vale del cuerpo como parásito famélico que de imaginarios se nutre.


El amor no es, sino una invención que habita en seres vivos que lo hablen, con cualquier lenguaje y toda la historia alojada en sus bocas.


Y mis uñas liberadas, tal vez, apenas si arañen los vestigios que lo rondan.


Sol Guerrero

miércoles, enero 7

La Rotonda


Por: Sol Guerrero

Nunca antes una pareja había llamado tanto mi atención. No podía quitarles mis ojos de encima.

Desde hacía cinco años, tres veces por semana, atravesaba la “Rotonda del Vapor”, una zona fabril, de casas bajas, techos de chapas acanaladas y veredas que parecían desalineadas con intención.

Aquella mañana de Julio llegué a la parada buscando sincronía con el horario de la costera criolla. Ya esperaba una pareja octogenaria que de tanto abrazo parecían siameses sobrevivientes al tedio. La señora con pantalón azul, blusa tornasolada violeta, a veces negra, y campera de jean con corderito, no medía más de 1. 50, y él, con pantalón beige, sujetado casi a la altura del esternón, y buzo de plush marrón, con una insignia que decía “zinguería La rotonda” en su espalda, la excedía en 20 centímetros.

No se despegaron ni para organizar las monedas. Se hablaban al oído mezclando el humo que salía por sus bocas producto del frío. Él le explicaba, una y otra vez, dónde tenía que bajarse, 13 y 44, “Plaza Paso”, y ahí caminar por 13 hasta llegar a la Catedral. Ése era el destino de ella, pero no de él.

No pude dejar de mirar el modo como se besaban mientras el señor le cubría las orejas con sus manos para no dejar pasar el viento. Las palabras se instalaban a medio centímetro de su nariz. Arriesgué por una relación recién haciéndose. Raro en un barrio como ése, donde suelen replicarse familias tradicionales de largos años, atados a la costumbre de estar un poco en la vereda, un poco tras el mate y otro poco en cada comercio de la zona, germen de cualquier relato útil para varios meses de intercambio.

A los diez minutos un joven con gesto de un sueño frustrado y huellas de madre en sus ojos se acercó con uniforme tibio del planchado y ademanes de policía experimentado. Portaba arma lustrada y gorro con destellos de luz en cada pliegue. Siempre están, bajan en la Vucetich, orgullosos de su estirpe negro azulado.

La pareja no respiraba de tantos besos y el peinado que ella había logrado, con los invisibles atravesados entre mechones bicolores y raíces blancas, estaba siendo prolijamente arruinado por él. La escuché decir -ya sé, ya me dijiste, 13 y 44 “Plaza Paso”-, él sonrió, -es que si no te lo repito sos capaz de bajar en cualquier lado, decíle al chofer que te avise-. -Sí, sí- dijo la mujer, peinándole las cejas con los dedos entumecidos.

Siendo y media hicimos foco hacia la mole blanca que, no por puntual sino por escasa, debía llegar a tiempo. Llegó.

-Ahí viene, Nelly, dale, acercate a la calle…- le dijo el hombre. Todos adelantamos unos pasos. El secreto era no dejarla seguir de largo y quedar con los brazos extendidos como quien pide una dádiva sabiendo que se verá con el gesto inconcluso.

Fuimos subiendo, Nelly se aferró a la máquina de monedas, separó las piernas para alinearse, acercó su torso al chofer… -A “Rotonda de Alpargatas”, por favor-. La miré sorprendida, se había confundido. -¡No, abuela, “Plaza Paso” es…, abuela, abuela…!- Y cuando quise ser más contundente para decirle que no era rotonda sino plaza, que no era Alpargatas sino Paso, estalló el ringtone del policía, algo suburbano por cierto, al sonido de ¡Maradooo, maradoo!

Miré a Nelly, intenté acercarme aunque ya era tarde, pero remediable, miré al muchacho, y en ese movimiento ambiguo lo escuché decir - ¿Qué? ¿Vas a hacer la denuncia? Te mato, cuando vuelva te mato, ¿me escuchaste?- No pude dejar de dirigir mi oído a él que creía no ser escuchado. -…Nadie te va a creer pelotuda, ¿a quién le vas a decir, a Duhalde, boluda? Se va a cagar de risa, no me jodas… ¡Te mato, te hago mierda…!

El tipo cerró el celular, Nelly se sentó con el boleto equivocado y yo, un tanto desorientada, sólo me quedé mirándolos. ¿Qué podía hacer?

Nelly me inspiraba más preocupación, se notaba en el muchacho un porte de matoncito débil, la mirada rebotaba de costado a costado cuando hablaba por su celular. Quedó parado con el arma apuntando a mi pelvis, no podía evitar contraer mis muslos al ver asomarse la punta hueca y redonda del estuche que llevaba en la cintura. Finalmente fue amable, me había cedido un lugar. Pasado un cuarto de hora quedó libre el asiento del acompañante de Nelly y en unos minutos se bajaría en Alpargatas si yo no hacía algo.

-Hola abuela, disculpe, sacó boleto a “Rotonda de Alpargatas”.
-Sí ¿y?
-no, que su marido le dijo 13 y 44, “Plaza Paso”.
-¿Cómo?
-Que su marido…, el señor… ¡Que se va a perder, abuela!
-¿Que mi marido se va a perder? No entiendo…
-No, que usted se va a perder
-¿me deja señorita?
-¿Me entiende? Usted tiene que bajar en “Plaza Paso” y no en… ¿me entiende?
-Sí, sí, tengo que bajar…

Se bajó, y yo tras ella. Descendió firme pero con dificultad, me miró de reojo, aferró su cartera al pecho y caminó tan ligero como puede hacerlo una mujer de ochenta, de piernas cortitas. Se acomodó el pelo, volvió a mirar hacia mí e intentó perderse entre la gente, que es mucha a esa hora en la “Rotonda de Alpargatas”, todos trabajadores de la fábrica de lonas.

Es probable que tuviera miedo de mí, pensé, pero de todos modos la seguí, me daba mucha pena su confusión y no podía evitar que me provocara angustia su aspecto frágil.

Pasada la puerta de la fábrica, todo lo demás era descampado y ella siguió de largo hacia la nada, hacia el pasto. Tomó uno de los lados de la rotonda y giró el cuerpo para cruzar la calle. Todo me sobresaltaba, esa calle era acceso a ruta dos que va a Mar del Plata así que el peligro para la abuela era letal. Cruzó y yo atrás.

Siguió derecho, miré al horizonte tratando de adivinar su destino. Vi una estructura levantada en medio de pastizales cortados a machete, algo así como una casa muy pequeña con puerta y ventana color roja, toda roja, atiborrada de cosas que no podía distinguir. La orientación de su andar indicaba que se dirigía a ese lugar y yo tras ella, a cierta distancia.

No entendía por qué Nelly iba hacia allí, tal vez su confusión había sido repentina o había entrado en un estado de shock, de demencia senil. Mi padre murió padeciendo esa enfermedad así que sabía de qué se trataba, la conciencia se desvanece y el cerebro construye imágenes aleatorias, descoordinadas y discontinuas. En esas circunstancias perderse es una de las opciones recurrentes.

Pero no. Unos minutos más tarde entendí. La abuela sabía dónde iba, sabía perfectamente lo que hacía. Nelly ya había ingresado al santuario del Gauchito Gil.

Me quedé en cuclillas mientras masticaba algunos pastitos como cuando era adolescente. Me refugié un poco de su alcance visual, trataba de entender qué la había motivado a mentirle a su compañero. Él la dirigió a la catedral pero parece que ella ya sabía que iría al santuario.

Una cuestión de creencias pensé. Algún pedido que él seguramente también conocía pero que ella había decidido que el artífice del milagro no fuera el dios convencional, ni su casa, la imponente catedral de La Plata. Era hora de irme, Nelly no necesitaba de mí y yo debía llegar a mi trabajo.

Cuando le di la espalda al santuario vi a un hombre entrado en años que también se dirigía a la posada del gauchito. No había motivos para que me sorprendiera, pero me detuvo. Su andar no era franco. Me quedé mirando, entró a la casa del santo y no salió de allí pese a encontrarse adentro con Nelly. Me acerqué lentamente por uno de los costados, llegué a estar a pocos metros. No tenía nada que hacer allí.

Pasadas las horas volví del trabajo, lo que Nelly había despertado en mí me instó a relatar una nueva historia. Prendí el televisor, sólo para generar cierto movimiento. Elegí una ópera de fondo, “Madame Butterfly”, para sumarle un tono dramático y amoroso al clima. Busqué café caliente para estirar la noche.

Empecé el relato “…Nunca antes una pareja había llamado tanto mi atención. No pude quitarles mis ojos de encima…” Levanté la taza de café para darle el primer sorbo y ahí quedé, impávida. “…Cadáver de joven policía con un tiro en la boca…” Subí el volumen, la noticia circulaba en serie. “…Joven policía fue asesinado a sangre fría, se sospecha de Salvador Duhalde, comisario de la 1ra de Burzaco. Sería el amante de la mujer del joven Cárdenas. La mujer ya fue detenida. Duhalde permanece prófugo…”. Apagué el televisor.

Sigo prefiriendo a Nelly.


Sol Guerrero