sábado, septiembre 13

La última escena

Por: Sol Guerrero

-¡King Kong no! Vayamos a ver otra.
-¡Por favor Luis! ¿Nunca vas a entender que la culpa no la tuvo King? ¡Ya sos grande! Pero está bien, se lo cuento a ella de corridito, con todos los detalles y es más, te lo voy a teatralizar, mirá. Eso sí, mirame bien Luis, te juro (chuic, chuic) que es la última vez. ¿Estamos? Vos andá a cambiarte. La historia es así. Prestá atención, mordete la lengua y no me interrumpas. Dame un mate.

Fue un 10 de Agosto. Vacaciones de Invierno. Si hay algo que yo detestaba era esa semana donde la gente se siente obligada a amontonarse. Fuimos a ver una obra de teatro: Luis, mi hijo, Ernesto, amigo de Luis, y Manuel, mi padre. O sea, el abuelo, mi hijo, el amigo en ese entonces de mi hijo y yo. ¡No le pongas edulcorante al mate, mujer!

Bueno, en la crítica de la sección espectáculos aparecía como una obra innovadora para niños, la verdad es que no sé a quién se le ocurrió que era infantil. Fuimos al teatro, alrededor de las 5 de la tarde, la sala era pequeña. Olía a muebles recién ubicados, objetos improvisados, detalles desentendidos. Era un grupo de actores amateurs que vivían de pasar la gorra. Nos sentamos en la tercera fila, a mi hijo el resorte no lo suspendía. Con tal de no tenerlo en mi regazo, con todos los abrigos lo elevé.

-¡Éste me pica, mamáaa!- dijo Luis por un pulóver peludo verde que había puesto al final.

-Bueno- le dije – lo saco, pero vos bajate la camiseta para que no te quede al aire, así ninguno te roza la espalda. Ernesto, su amiguito, ése que ahora es un reaccionario ¿viste? Además de ser uno o dos años más grande, era de tronco más alargado así que tenía una vista plena.

-¡En 5 minutos empieza eh!, así que acomódense. ¿Vos papá, estás bien?- Le pregunté a él que se había ubicado en la otra punta, al lado de Luis. Manuel, mi padre, estaba abatido ese día, ése y cualquiera de los últimos cientos. Si hubiera podido decidir jamás hubiera ido al teatro. Él prefería la casa, el jardín, escuchar Bach, y la compañía de Santana, su perro boxer. Siempre que decidíamos salir pensaba: -papá caminar, camina, y escuchar no escucha, así que lo llevamos-. Me daba miedo dejarlo solo. Los 93 años los llevaba bien pero siempre es un bien deteriorado a esa edad-. Dame un mate.

Media hora después de lo previsto se apagaron las luces. Los personajes iban saliendo a escena de a uno. King se hacía esperar, como todo protagonista. La obra era una versión libre del clásico. King era más malo que bueno, más blondo que cobrizo, más enano que gigante y más arrogante que sumiso. Salió a las tablas buscando el amor de Mary. Ser la elegida daba ciertos privilegios. En escena estaba Anne, otra mina, sentada frente a un espejo. Una mujer con ambiciones aristocráticas que su origen de medio pelo le impedía alcanzar. Pulposa, no tan bella, áspera e irritablemente superficial. Entra el adversario de King, un rubio desabrido y retacón, que también disputaba a Mary, que todavía no había aparecido. A éste, al adversario, se lo veía indolente, parecía llevar el cielo en las rodillas, era cobarde. Un antihéroe prolijo. King se acercó para raptar a Anne. Le muestra un arma para reducirla. La toma de la cintura, Anne lo rechaza, se deja, lo rechaza y se entrega. En ese instante entra ella. Mary. Abre la puerta. Los tres la miran desorientados. Bellísima, con un andar acompasado y un cuerpo sinuoso. Mary mira a King, mira al contrincante, mira a Anne y murmura:

-Estás confundido King, es a mí a quién buscas, yo soy Mary Bouncourt, ella es Anne Bouncourt, estás por cometer un error, es a mí a quién debes raptar para conquistarme pero lamento anunciarte que no lograrás tu cometido ni con ella ni conmigo. Anne, a los gritos, vocifera. -¡Sí!, King, es a ella a quién debes raptar pero también la podrías matar, ¡hazlo, hazlo! Al inútil, el miedo lo había disminuido drásticamente. -Escúchame King-, dice Mary -tú debes comprender que mi hermana Anne es una imbécil que pretende tener mis privilegios, quiere que creas que ella soy yo, pero va a usarte, te convencerá de su amor y se escapará en cuanto tengas un gesto de confianza. Déjala ir conmigo. King sacó la escopeta recortada y para asustar a Mary, que permanecía incólume, tiró un tiro al techo. Fue confuso porque revoleó el arma y salió el disparo. En ése momento, el más intenso, veo a mi padre que se para de la butaca, permanece exánime y se vuelve a sentar. King se da varias palmadas en el pecho y el arma proyecta otro disparo. Anne cae al suelo, demolida, desvencijada.

Escucho a Luis. – ¡mamá, mamáaaa!

-Shhh… ¿qué pasa Luis? ¿Querés hacer pis?- ¿Qué podía querer que no pudiera posponerse?

-¡Vení má!

-Aguantá un poco querés, le dije, ya te llevo, cruzá las piernas, ¡dale! Claro, ¿qué podía querer?

Luis perdía la paciencia mientras yo estaba tan en el borde de la butaca que quedé arrodillada en la alfombra con el brazo estirado, pero avara con la distancia. -Ya va, Luis, ya va mi amor, termina esta escena y vamos ¿sí?

-¡No Mamáaaaaaa!, vení, vení ¡King Kong mató al abuelo, mamáaa!

-Imaginate, la sala entera echó a reír, los actores no pudieron evitar la carcajada ante el imprevisto. -¡Luis! Por favor ¿qué estás diciendo? Me acerqué confundida, -despertalo que se quedó dormido-. Mi papá prácticamente había sentado la cabeza en la butaca de Luis. Él no va a poder enderezarlo. Ernesto no podía con la tentación de risa. -Shhh!, Ernesto ayudame querés, enderezá al abuelo, dale-. Llegué hasta ahí a oscuras con media sala inquieta, lo tomé de los hombros y lo zamarreé -¡Papá despertate, despertate!- y lo zamarreé y lo zamarreé y lo zama… ¡Mi padre está muertooo! ¡Prendan las luces por favor que mi padre no reacciona, está muerto!

La sala se desplomó, bueno, no, la gente se desplomó. Prendieron las luces, King saltó la tarima, se fue acercando, Anne puso cara de espanto. El antihéroe quedó tirado en el escenario con el cielo en su lugar. Mary se acercó, tomó un celular y llamó a la ambulancia. El sigilo fue definitivo.

-¡Te dije, te dije!, King Kong le pegó un tiro al abuelo- Gritaba Luis, desesperado. Ernesto enrojecía de la risa sin registrar que estábamos ante la muerte del abuelo de Luis. – ¡Por favor Ernesto, basta ya, parece que estuvieras disfrutando!-, medio lo violenté viste. Ahora, ¿cómo podía explicarle a mi hijo que el abuelo había muerto de un paro cardíaco? ¿Cómo le sacaba de la cabeza semejante idea? ¿Qué podía hacer? ¿Explicarle la distancia entre la ficción y lo real? ¿Hablarle del azar? Bueno, nos fuimos en la ambulancia Luis, Ernesto, mi padre y yo. No había dudas, mi padre había fallecido. Dame un mate, pero cambiale la yerba, mujer.

Entre ese día y el siguiente velamos y enterramos a papá, un velorio normal no como el de mi madre, en la casa de Perla, ¿te contó eso Luis? Uh, ¡esa es otra! Esta vez cumplimos con todas las convenciones. No pude llorar, hacía un tiempo que miraba a mi padre esperando que algún gesto me anticipara su muerte. Había sido larga su vida y no muy generosa, era un padre justo y necesario. Nada más. Luis lo amaba, es cierto. Hoy, mi hijo, ya es un señor, haciéndose igual, y derecho, derecho, casi un mástil, como su abuelo. Lo extraña desde entonces. Siempre le costó comprender la muerte de su abuelo, tal vez por eso nunca dejó de considerar a King Kong su más sofisticado enemigo. De ahí que detesta toda remake del clásico. Así que, mirá nena, no insistas vayan a ver otra película, si no te va a taladrar la cabeza.

-Sí ya lo creo, ¡qué historia! ¿Cuál podríamos ir a ver?

-No sé, vayan a ver “La marcha de los pingüinos”. Igual estate atenti, no sea cosa que salga así, caminando como Chaplin, ¡ja ja!

-Luis tiene esas cosas. Eso de tomarse todo a pecho. Lo mismo le pasa con los oligarcas, ¿no?

-Y sí, él es un apasionado.

-¿Y qué es de la vida de Ernesto?

-Ernesto se dedica al periodismo y se rodea de gorilas a su gusto y medida.


Sol Guerrero

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