En el aula, ocupada en la mitad de sus asientos por jóvenes que promediaban los 22 años, corría un viento frío cuando por fuera de la mole de cemento el sol calentaba a unos 34 grados. El silencio era silencio.
Tal vez la dureza de mi relato los estaba incomodando, pero era necesario transmitirles la imagen de aquella maquinaria perversa y criminal impuesta por los militares. Una Argentina nefasta que ellos no habían vivido.
Desde el fondo, el bostezo de uno de los alumnos me alertó. Levanté la voz y varié los tonos, hice uso de mis gestos para representar las formas de tortura. Desterré con vehemencia la teoría de los dos demonios, agudicé los adjetivos para transmitirles el sentido de la recuperación de la democracia y me valí de mis intereses políticos para transferirles la importancia del compromiso…
Y allí no ocurría nada...
Qué imagen de esa historia podían tener si nada de aquél contexto los había construido. Finalmente, es posible que la representación subjetiva de esa forma de dolor no pueda ser transferible sobre una estructura configurada por fuera del terror. Sin embargo, yo no tenía más de 6 años cuando la dictadura desplegó su plan macabro. Es cierto que a mi familia la rozó la violencia, que dejaron de ver a más de un amigo hasta hoy, y que tuvieron que refugiarse de algún intento cercano de persecución. Así y todo sólo es un recuerdo sensitivo para mí. Tal vez suficiente para entender hasta dónde las miserias humanas pueden horadar la conciencia y la dignidad de un pueblo. El mensaje enigmático del miedo, quizás; los gestos protectores, más de resguardo que de amor. La piel se impregna de eso, seguramente, y se instala como inconsciente colectivo arrastrando el imaginario de la época…
Concluir el relato implicaba indefectiblemente atravesar el concepto de identidad. No basta con retener el pasado en el pasado cuando las secuelas de una historia atraviesan el acontecer político de toda época sucesiva. No es por capricho que una sociedad pretende actualizar una y otra vez la memoria como instancia de reparación, pero no como aspiración del perdón, sino al recuerdo aleccionador de prácticas a desterrar cada vez, y en cada conmemoración…
Mencioné a las Abuelas de Plaza de Mayo y Daniela adelantó el cuerpo, desarmó el silencio y se atrevió, sin permiso, a la palabra.
- Hace diez años la Asociación de Abuelas mandó una carta a mi casa solicitándole a mis padres que nos acercáramos a la entidad. Tiempo después supe que lo que buscaban era confirmar que mis padres fueran mis padres biológicos. La sospecha surgió a partir de mi fecha de nacimiento y que, de mis tres hermanos nacidos en Tucumán, yo había sido la única nacida en Buenos Aires.
No tengo claro -continúa Daniela-, qué datos o pruebas mis padres tuvieron que llevar para confirmar mi pertenencia biológica a la familia pero, evidentemente, fueron lo suficientemente creíbles porque no tuvimos que volver a presentarnos ante ellas.
- ¿Creíbles o certeras? -Le pregunté-
- Creíbles, -insistió- porque pasado todo este tiempo yo siempre tuve distintas sensaciones de no pertenecerles. No sólo porque no hay fotos de mí de bebé, o de mi madre embarazada de mí, sino porque algo de ellos no me identifica con ellos.
Como un impulso hacia el silencio levanté mis cejas intentando clausurar su relato, para no exponerla quizás, no lo sé, supuse que se estaba sintiendo obligada a hablar de algo íntimo que no estaba acomodado en su historia… El encuentro de dos generaciones, una, la mía, sustentada sobre ciertos principios de preservación de la privacidad y empecinada en ir contra las prácticas de la posmodernidad que desdibujan los límites de lo privado y lo público; y la de ella que, adueñándose de las nuevas formas de relación, prefería desnudar su vida ante los demás.
Toda su generación, sean o no hijos de quienes creen ser hijos, llevan sobre su ser la sospecha de no serlo. El mínimo dato puede convertirlos en víctimas de una historia que desterró toda certeza de identidad. Y eso es presente...
La intención de transmitirles esa historia podía ser en vano tratándose de jóvenes tan vinculados con la democracia y, tal vez, se volvía una sinrazón empujarlos a una sensación finalmente imaginaria para ellos, pero Daniela avanzó…
- Me doy cuenta, profe, que todo este tiempo quise saber y no me animé a averiguar por mis propios medios. Que me quedé con un relato pero me falta otro para confirmar, o desechar, la posibilidad de que alguna abuela me esté buscando. Me voy de esta clase sintiendo que tengo que reconstruir mi historia porque la identidad no puede ser más o menos, es o no es.
Algo del viento cálido atravesó las ventanas. Miré el reloj, hacía media hora que había terminado la clase y ni uno de los compañeros de Daniela se había movido de allí. Y yo creyendo que a nadie le importaba...