viernes, septiembre 19

Culpa Mía

Por: Sol Guerrero

Siete de la mañana. Ricardo, insomne de tanta apnea, se levantó con la sábana entre sus piernas, destapó a Isabel, prendió la luz, se cambió la remera y se vistió más o menos igual. Pantalón gris, camisa blanca, corbata a rayas rojas, medias marrones y mocasines negros. Amagó a apagar la luz, prendió el televisor y bajó al trote sin escatimar ni uno de los peldaños de madera. Tomó su portafolio negro, de cuero, visto de lejos. Guardó la agenda con el tramo de la cinta roja señalando cinco meses después. Tomó una taza de café tibio, se hizo una tostada con dulce de durazno, una untada, la otra, cayó al piso. Se lavó las manos, se peinó para atrás con el mouse de Isabel, limpió el pico y lo volvió a su lugar, con la etiqueta a 45 grados, tal como estaba. Prendió la radio, esquivó a su paso la mermelada y partió a su consultorio.
Llegó, entró, y sin saludar se dirigió a su oficina. La secretaria guardó el mate, golpeó la puerta, enlistó a sus pacientes, le llevó un café, Ricardo bostezó tres veces y la invitó a retirarse. Le gritó dos veces; dos veces se rió de ella. Le tiró en el escritorio una carta que olvidó enviar. Ella lo escuchó clarito mofarse de Isabel, con algún amigo. La hizo quedarse tres horas más y se fue, como siempre, a la tarde, porque como nunca, a la noche, no regresó. Ni ésa, ni la siguiente.

Dos días después de estrenada su ausencia. Se escucha en la casa la voz tímida de Mía y los pasos rotundos de Isabel.

-…padre nuestro que estás en los cielos… santificado sea tu nombre

-¿Qué hacés rezando Mía? En esta casa jamás se rezó ni siquiera cuando se anunció la muerte, así que separá las manitos, levantate del piso, limpiate las rodillas y ponete linda que vos tenés que ir a estudiar y yo a dar clases.

-Pero…

-¿Pero qué? ¿Estás pidiendo que vuelva o que no vuelva nunca más?

-¡Que vuelva, mamá!

-Entonces con más razón, lo único que falta es que dios finalmente exista y cumpla tu pedido. Vamos, que la vida es cortísima como para estar lamentando a quienes sólo proponen morir de a poco, dale, ponete la minifalda de jean, la polera roja, las botas grises, las de taco bajo y a disfrutar la vida, vamos. Hay que aprender a despojarse de los seres mediocres hija. Yo también.

-Pero mamá, ¡no sé…, siento que lo extraño!

-¿Qué extrañás Mía? ¿Sus insultos? ¿El modo en que nos humillaba por el sólo hecho de haber nacido hembras? ¿O acaso vas a extrañar ver deshacerse la comida en su boca todas las noches, eso vas a extrañar?

-¡Es mi papá, mamá!

-¿Y qué? Pensá, vamos a lavar los platos sin las colillas de cigarrillos aplastadas en la salsa. Vas a poder salir sin escaparte por la ventana. ¿Cuántas minifaldas podrás disfrutar de aquí en adelante? Mirá, que sea tu papá es culpa mía y vos deberías primero perdonarme, si podés, y después renunciar a él, al daño que te provocó sin que yo supiera hacer nada, nunca me animé, o tal vez me acostumbré o tal vez lo disfruté, no sé. ¿Te acordás el día que me reboleó la botella? ¿Hay algo peor que limpiar dos litros de aceite desparramados en el piso? ¿Que te llame tilinga, vas a extrañar? ¡Por favor! Mía. O peor, que te siga considerando una idiota por haber decidido estudiar antropología, ¿te suena? -ya empezamos con la paja intelectual-, delante de tus compañeros, de cualquiera…

-¡Ya sé, ya sé, ya sé, pero es mi papá!

-Mía, sentate, vení. Tu papá es, ojalá fuera, un cerdo. Es difícil de comprender pero los hijos, en este caso vos, no debieras serle tan condescendiente. Hay que aprender a renunciar a ellos cuando no se merecen nuestra biografía. Lo cierto es que él eligió no volver, ni acá, ni a su trabajo; decidió no llamar, no avisar y lo bien que hizo. Fue un acto de cobardía pero también su primer acto de lucidez.

-¡Bastaaaaaa, mamá!-. Mía, entre sollozos, fue a su cuarto, cubrió el colchón con la sábana lisa, la de lunares negros la estiró, dio vuelta el extremo, tomó la almohada, la volvió a su forma corazón, dobló el cubrecamas con arabescos y lo puso a los pies. Vaporizó con perfume la alfombra y alrededor de su cuerpo, se maquilló abundante, se puso la minifalda, la polera y las botas negras, las de taco alto, guardó sus útiles en la mochila y salió a la calle. Isabel la acompañó por atrás, alcanzó el ruedo de la minifalda, le dio un tironcito hacia abajo, le peinó el pelo con los dedos abiertos y aceptó la distancia.

-¿No hay un beso para mí?- Mía se volvió y la abrazó fuerte -Vamos hija, con el tiempo, aunque no lo entiendas, vas a poder reconocer que la distancia de tu papá, el que te tocó, te permitirá acercarte a cosas que te den placer, la vida no es así Mía. Hay otra posibilidad.

Isabel se quedó en la casa, suspendió la clase, se arremangó, se hizo una colita alta en la cabeza, e inició tareas de profunda limpieza. Decidió tirar todo. Entre ropas, zapatos y bolsas de residuo soltaba frases en el aire. -Tendría que haberlo mandado a la mierda hace veinte años-. Nadie podía pensar que su odio era irrefrenable, hacia afuera todo parecía natural, incluso el maltrato. – ¿Qué podía hacerle? ¿Hubiera matado a Mía? Cerdo, cerdo primitivo. Esta ira envejecida se volverá alegría, estoy segura.

Mía, caminó y caminó. Tres veces pasó por la casa de la puerta verde, el Mp3 de su celular estallaba, perdida, ausente, y recordando su película preferida, “El perfecto asesino”, y esa canción y cada escena. Se sentó en un bar a recordarla, con el cuerpo inestable, y ni una lágrima. Volvió a verla en el aire, el recuerdo de Mathilda, la protagonista, la animaba lentamente.

En la casa Isabel descansa, se desploma en el sillón, se quita una a una la ropa, queda en bombacha, pone un compact y esa misma canción de Mía, sube el volumen, palpitan los bafles, las copas chinchinean involuntarias, las plantas se erizan, sus oídos estallan. Baila como nunca pero alguien llama, baja el volumen, se acerca insegura y levanta.

-¿Sí?

- Tenemos a tu marido, si querés verlo con vida juntá $100.000, te volvemos a llamar para arreglar la entrega, ¿me escuchaste vieja? Le vuelo los sesos eh… andá juntando.

-Escuch…, pero, yo no ten…(clac)- Todo se da vuelta, Isabel se marea, hace la cuenta, va y viene sobre las mismas baldosas, aprieta el play, sube la música. Le aparece la imagen del Banco Provincia. El olor a Miguel. Piensa en Mía.

Mía sale del bar, cruza la calle en rojo, y los autos, mudos, la esquivan, ve bocas abiertas amenazarla. Llega a la vereda opuesta, sigue camino, se siente fortalecida. Sube el volumen pero alguien llama, se corta la música. -Hola.

-¿Sos la hija de Ricardo Barros?

-¿Sí, quién habla?

-Tenemos a tu papá, juntá $100.000, te volvemos a llamar para arreglar la entrega. Escuchame pendeja, por ahora tu papá está vivo, ni se te ocurra llamar a la policía si no es boleta.

-Pero…

-¡Hacé lo que te digo pendeja, me escuchaste! ¿Querés que le vuele los sesos? Mierda, ¿me escuchás? Contestame, hija de pu…,.

-(…)

-¿Vos querés dejar de ver a tu papito para siempre?

-Sí.

Mía cierra el celular, sube el volumen y sigue un camino incierto.

Tres horas después llega a la casa, Isabel la abraza, la amarra a su cuerpo, no dicen nada. El silencio dura bastante, simulan templanza.

-¿Alguna novedad? Pregunta Isabel con los ojos fijos pero que no miran nada.

-No. ¿Y vos?

-No. ¿Tomamos un café y hablamos? Justo estaba mirando tu video preferido. ¿Lo vemos juntas?

Se sientan en el sillón, se abrazan profundo -que dure para siempre- dice Isabel. Mía cierra los ojos. Suena el teléfono. Mía se retira, Isabel la ajusta a su cuerpo. Ninguna se separa.

-¿Dejamos que suene?

-Sí, poné play ([i]) mami.

-Vení hija, recostate acá.

-¿Soy tuya, má?

-¡Sos Mía, Mía, Mía!


Sol Guerrero
Se puede ver y escuchar el video que miran Isabel y Mía: Música e imagen de la película “El perfecto asesino”. http://www.youtube.com/watch?v=locIxsfpgp4

sábado, septiembre 13

La última escena

Por: Sol Guerrero

-¡King Kong no! Vayamos a ver otra.
-¡Por favor Luis! ¿Nunca vas a entender que la culpa no la tuvo King? ¡Ya sos grande! Pero está bien, se lo cuento a ella de corridito, con todos los detalles y es más, te lo voy a teatralizar, mirá. Eso sí, mirame bien Luis, te juro (chuic, chuic) que es la última vez. ¿Estamos? Vos andá a cambiarte. La historia es así. Prestá atención, mordete la lengua y no me interrumpas. Dame un mate.

Fue un 10 de Agosto. Vacaciones de Invierno. Si hay algo que yo detestaba era esa semana donde la gente se siente obligada a amontonarse. Fuimos a ver una obra de teatro: Luis, mi hijo, Ernesto, amigo de Luis, y Manuel, mi padre. O sea, el abuelo, mi hijo, el amigo en ese entonces de mi hijo y yo. ¡No le pongas edulcorante al mate, mujer!

Bueno, en la crítica de la sección espectáculos aparecía como una obra innovadora para niños, la verdad es que no sé a quién se le ocurrió que era infantil. Fuimos al teatro, alrededor de las 5 de la tarde, la sala era pequeña. Olía a muebles recién ubicados, objetos improvisados, detalles desentendidos. Era un grupo de actores amateurs que vivían de pasar la gorra. Nos sentamos en la tercera fila, a mi hijo el resorte no lo suspendía. Con tal de no tenerlo en mi regazo, con todos los abrigos lo elevé.

-¡Éste me pica, mamáaa!- dijo Luis por un pulóver peludo verde que había puesto al final.

-Bueno- le dije – lo saco, pero vos bajate la camiseta para que no te quede al aire, así ninguno te roza la espalda. Ernesto, su amiguito, ése que ahora es un reaccionario ¿viste? Además de ser uno o dos años más grande, era de tronco más alargado así que tenía una vista plena.

-¡En 5 minutos empieza eh!, así que acomódense. ¿Vos papá, estás bien?- Le pregunté a él que se había ubicado en la otra punta, al lado de Luis. Manuel, mi padre, estaba abatido ese día, ése y cualquiera de los últimos cientos. Si hubiera podido decidir jamás hubiera ido al teatro. Él prefería la casa, el jardín, escuchar Bach, y la compañía de Santana, su perro boxer. Siempre que decidíamos salir pensaba: -papá caminar, camina, y escuchar no escucha, así que lo llevamos-. Me daba miedo dejarlo solo. Los 93 años los llevaba bien pero siempre es un bien deteriorado a esa edad-. Dame un mate.

Media hora después de lo previsto se apagaron las luces. Los personajes iban saliendo a escena de a uno. King se hacía esperar, como todo protagonista. La obra era una versión libre del clásico. King era más malo que bueno, más blondo que cobrizo, más enano que gigante y más arrogante que sumiso. Salió a las tablas buscando el amor de Mary. Ser la elegida daba ciertos privilegios. En escena estaba Anne, otra mina, sentada frente a un espejo. Una mujer con ambiciones aristocráticas que su origen de medio pelo le impedía alcanzar. Pulposa, no tan bella, áspera e irritablemente superficial. Entra el adversario de King, un rubio desabrido y retacón, que también disputaba a Mary, que todavía no había aparecido. A éste, al adversario, se lo veía indolente, parecía llevar el cielo en las rodillas, era cobarde. Un antihéroe prolijo. King se acercó para raptar a Anne. Le muestra un arma para reducirla. La toma de la cintura, Anne lo rechaza, se deja, lo rechaza y se entrega. En ese instante entra ella. Mary. Abre la puerta. Los tres la miran desorientados. Bellísima, con un andar acompasado y un cuerpo sinuoso. Mary mira a King, mira al contrincante, mira a Anne y murmura:

-Estás confundido King, es a mí a quién buscas, yo soy Mary Bouncourt, ella es Anne Bouncourt, estás por cometer un error, es a mí a quién debes raptar para conquistarme pero lamento anunciarte que no lograrás tu cometido ni con ella ni conmigo. Anne, a los gritos, vocifera. -¡Sí!, King, es a ella a quién debes raptar pero también la podrías matar, ¡hazlo, hazlo! Al inútil, el miedo lo había disminuido drásticamente. -Escúchame King-, dice Mary -tú debes comprender que mi hermana Anne es una imbécil que pretende tener mis privilegios, quiere que creas que ella soy yo, pero va a usarte, te convencerá de su amor y se escapará en cuanto tengas un gesto de confianza. Déjala ir conmigo. King sacó la escopeta recortada y para asustar a Mary, que permanecía incólume, tiró un tiro al techo. Fue confuso porque revoleó el arma y salió el disparo. En ése momento, el más intenso, veo a mi padre que se para de la butaca, permanece exánime y se vuelve a sentar. King se da varias palmadas en el pecho y el arma proyecta otro disparo. Anne cae al suelo, demolida, desvencijada.

Escucho a Luis. – ¡mamá, mamáaaa!

-Shhh… ¿qué pasa Luis? ¿Querés hacer pis?- ¿Qué podía querer que no pudiera posponerse?

-¡Vení má!

-Aguantá un poco querés, le dije, ya te llevo, cruzá las piernas, ¡dale! Claro, ¿qué podía querer?

Luis perdía la paciencia mientras yo estaba tan en el borde de la butaca que quedé arrodillada en la alfombra con el brazo estirado, pero avara con la distancia. -Ya va, Luis, ya va mi amor, termina esta escena y vamos ¿sí?

-¡No Mamáaaaaaa!, vení, vení ¡King Kong mató al abuelo, mamáaa!

-Imaginate, la sala entera echó a reír, los actores no pudieron evitar la carcajada ante el imprevisto. -¡Luis! Por favor ¿qué estás diciendo? Me acerqué confundida, -despertalo que se quedó dormido-. Mi papá prácticamente había sentado la cabeza en la butaca de Luis. Él no va a poder enderezarlo. Ernesto no podía con la tentación de risa. -Shhh!, Ernesto ayudame querés, enderezá al abuelo, dale-. Llegué hasta ahí a oscuras con media sala inquieta, lo tomé de los hombros y lo zamarreé -¡Papá despertate, despertate!- y lo zamarreé y lo zamarreé y lo zama… ¡Mi padre está muertooo! ¡Prendan las luces por favor que mi padre no reacciona, está muerto!

La sala se desplomó, bueno, no, la gente se desplomó. Prendieron las luces, King saltó la tarima, se fue acercando, Anne puso cara de espanto. El antihéroe quedó tirado en el escenario con el cielo en su lugar. Mary se acercó, tomó un celular y llamó a la ambulancia. El sigilo fue definitivo.

-¡Te dije, te dije!, King Kong le pegó un tiro al abuelo- Gritaba Luis, desesperado. Ernesto enrojecía de la risa sin registrar que estábamos ante la muerte del abuelo de Luis. – ¡Por favor Ernesto, basta ya, parece que estuvieras disfrutando!-, medio lo violenté viste. Ahora, ¿cómo podía explicarle a mi hijo que el abuelo había muerto de un paro cardíaco? ¿Cómo le sacaba de la cabeza semejante idea? ¿Qué podía hacer? ¿Explicarle la distancia entre la ficción y lo real? ¿Hablarle del azar? Bueno, nos fuimos en la ambulancia Luis, Ernesto, mi padre y yo. No había dudas, mi padre había fallecido. Dame un mate, pero cambiale la yerba, mujer.

Entre ese día y el siguiente velamos y enterramos a papá, un velorio normal no como el de mi madre, en la casa de Perla, ¿te contó eso Luis? Uh, ¡esa es otra! Esta vez cumplimos con todas las convenciones. No pude llorar, hacía un tiempo que miraba a mi padre esperando que algún gesto me anticipara su muerte. Había sido larga su vida y no muy generosa, era un padre justo y necesario. Nada más. Luis lo amaba, es cierto. Hoy, mi hijo, ya es un señor, haciéndose igual, y derecho, derecho, casi un mástil, como su abuelo. Lo extraña desde entonces. Siempre le costó comprender la muerte de su abuelo, tal vez por eso nunca dejó de considerar a King Kong su más sofisticado enemigo. De ahí que detesta toda remake del clásico. Así que, mirá nena, no insistas vayan a ver otra película, si no te va a taladrar la cabeza.

-Sí ya lo creo, ¡qué historia! ¿Cuál podríamos ir a ver?

-No sé, vayan a ver “La marcha de los pingüinos”. Igual estate atenti, no sea cosa que salga así, caminando como Chaplin, ¡ja ja!

-Luis tiene esas cosas. Eso de tomarse todo a pecho. Lo mismo le pasa con los oligarcas, ¿no?

-Y sí, él es un apasionado.

-¿Y qué es de la vida de Ernesto?

-Ernesto se dedica al periodismo y se rodea de gorilas a su gusto y medida.


Sol Guerrero