Debe haber sido la noche más fría del año. Liza, mi madre, como casi todas las noches de viernes, agudizaba su imaginación para preparar una cena distinta. La música de fondo un blues, Koko Tylor, tal vez.
A esa hora su atención hacia mí se detenía. Con mucha firmeza me obligaba a un encierro lúdico por dos horas.
Tal vez por ser única hija no tenía la claridad suficiente para saber cómo se distribuía el amor. No lo sé. Lo cierto es que todo lo feliz que pude haber sido arrastra alguna tristeza.
El aroma se parecía bastante a unos canelones de verdura con salsa parissiene, vino malbec elegido a gusto y un postre que en sus tres cuartas partes sabía a chocolate.
Me puse una camisa y un pantalón, los anteojos en desuso de mi papá, tomé todos mis cuentos, me acomodé en mi silla de madera y me senté a leer. A esa edad los relatos sólo se construyen de adentro hacia afuera.
Desde las copas hasta la dirección de las luces tenían un sentido, siempre erótico. No había encuentros mediocres entre ellos. Y hay que tener en cuenta que yo sólo participaba de los prolegómenos de la noche.
Los besos que me daba cada diez minutos eran amorosos, alertas y culposos. Olía bien mi madre.
En media hora llegaría Pablo, mi papá.
Esa noche Liza eligió una minifalda negra con un pequeño tajo sobre la rodilla izquierda, una camisa color cemento con pinzas debajo del busto y mangas tres cuartos. Los botones desabrochados justo hasta donde se asoma el seno. El pelo suelto pero peinado con la yema de los dedos. Se veía linda.
Sobre la mesa ya estaban ubicados unos trozos de queso, algunas aceitunas y morrones ahumados. El vino descorchado, la vela como centro de mesa y yo, con permiso de Liza, entrando y saliendo de mi habitación.
-¿Te gusta?- me preguntó esa noche
-Sí- le respondí, mientras observé que por primera vez iba a comer un viernes en la mesa principal. Me alegraba la idea de cenar junto a ellos pero, en honor a la verdad, no dejaba de parecerme sospechoso que mi madre compartiera una noche de viernes con Pablo y conmigo.
Era una noche feliz y podría aseverar que para Pablo también. No le caía bien que mi madre, los viernes, siempre me enviara a comer sola en mi mesita de la habitación.
Como si lo estuviera escuchando recuerdo el ruido del auto entrando al garaje, luego vendría el sonido de las llaves y, el tercer movimiento, el llamador de la puerta que, al abrirla, hacía casi con exactitud la misma melodía todas las noches.
Qué podía hacer sino correr hacia sus brazos. Mi padre tenía un modo de amarme que es probable que fuera la medida exacta de lo que hoy es mi dimensión más sana.
Mi primera carcajada al culminar el día era provocada por sus besos, me rodeaba el cuello, bajaba a mi panza y una mordida suave final. Era una costumbre también que Liza se acercara diciendo “Bueno, bueno…, basta de mimos ahí que papá es mío…” Pablo, al momento de saludarla, nunca me bajaba de sus brazos.
Mi padre en casa, la cena lista, mi madre impecable y yo como quien participa de una fiesta de disfraces tímida de estar ante la presencia de ambos. Más de mi madre.
Sentados a la mesa, Liza frente a mí y Pablo al lado, formábamos un triángulo perfecto. Ella, cada tanto, cuando completaba una frase suspiraba y acariciaba la cabeza de mi padre y él, como respuesta, acariciaba la mía.
En un instante, que apenas puedo relatar, un ruido ensordecedor interrumpió la cena…, mi padre se levantó en dirección a la puerta. No pude evitar llamarlo producto del miedo, le extendí mis brazos.
En un instante, que apenas puedo relatar, un ruido ensordecedor interrumpió la cena…, mi padre se levantó en dirección a la puerta. No pude evitar llamarlo producto del miedo, le extendí mis brazos.
-¡Andá a ver qué pasa por favor!- le gritó mi madre en un ataque de histeria profunda.
Él me miró, vino hacia mí, me alzó, mientras Liza, entre insultos, corrió hacia la puerta, levantó los talones y en puntas de pies alcanzó el centro. Corrió la mirilla y se oyó el último estruendo.
El disparo fue certero.