Por: Sol Guerrero
-Decíme Manuela ¿Cómo estás pensando esta película?
-No sé, ¿a qué te referís?
-¿Será una mariposa o una mosca en el riachuelo?
-¿La pregunta del millón? Cuando la termine te cuento.
-Está bien, la leo así como está, antes que la conviertas en guión. Ya estuve averiguando sobre la osteogénesis imperfecta para no perderme nada.
La búsqueda de Albertina por Manuela Garzón.
“Los Allen” eran una familia de prestigio y una fortuna incalculable. El 18 de Agosto de 1992 murió Francisco Allen, algo de vida le quedaba pero parecía insuficiente para que lo sostuviera mucho tiempo. La diabetes y el alcohol fino, dicen, dejaron su hígado como papel de arroz. Las imágenes computadas ya no lo detectaban y le habían augurado poco tiempo de vida. Cualquiera hubiera previsto su muerte aún sin saber de los precisos efectos fisiológicos que le había producido el líquido azul, a esa altura, en su cuerpo.
Lo llamativo fue que después de su muerte circuló por la ciudad el comentario que aseguraba que la familia Allen quedaría sin descendencia. “Su apellido murió con él”, decían. Sin embargo, todos sabían que Eugenio Allen, el hijo de Francisco, existía.
Una mañana se llevaron a Eugenio y nunca más volvió a la casa. -No, él no murió- dicen que dicen las tres o cuatro rubias artificiales que se amontonan en cualquiera de los comercios del barrio, -parece que está internado en un nosocomio- Nunca pudieron comprobarlo. Y lo que dicen, lo dicen porque nadie podía pensar que Eugenio, aún estando saludable, pudiera organizar una familia convencional.
Al momento de la muerte de Francisco, Eugenio era un hombre joven, delgado, entregado al descuido, llevaba una vida impenetrable para los vecinos pero la información de que era un aficionado a la medicina y un profuso amante del jazz, la tenían. El piano dejaba de sonar unas pocas horas durante la noche. Nunca había ejercido ninguna otra actividad. No era por lo pronto ni un trabajador ni un profesional que lo convirtiera en alguien. Era el hijo rarito de Francisco.
Para quienes nos dedicamos al cine las historias más interesantes para contar son aquellas que generan mitos ambiguos, porque suelen ser vidas que por alguna razón todos desean haber vivido, aún cuando puedan estar teñidas de tragedia, lo que importa, es que dejan un nombre incrustado y eso finalmente es lo que ocurre con los seres mediocres, fantasean con dejar su apellido en boca de todos, aunque más no sea en la de sus propios hijos.
Supe, indagando en los Allen, de la existencia de Albertina. Ella era la única que sabía de cuerpo entero cómo había sido la vida de Eugenio, por qué nunca había vuelto a su casa y, si estaba vivo, en qué condiciones se encontraba. Mi última fantasía era, claro, llegar a él si así fuera.
Averigüé por ella. La visita sería en la cárcel. Le escribí una carta que le hice llegar al servicio penitenciario, era indispensable su buena predisposición. Para llevar un hecho real a la pantalla debe sobrar relato, toda historia trasciende en los detalles. Ella me recibiría, parece, sin objeciones.
La visita al penal: Albertina y yo.
Albertina es una mujer que ronda los 65 años, es inmensa y culta. Lleva el pelo blanco hundido a lo largo de su columna vertebral. Transmite un aire homicida, hay que mirarla sin parpadear para ver que se sonríe, y cuando lo hace, siempre es con sarcasmo, se mantiene a distancia y mira por sobre los hombros. Sus ojos son tan claros que parece que no vieran nada.
-Hola Albertina, mi nombre es Manuela, Manuela Garzón. Ya sabe cuál es el motivo que me trae a conocerla y a hablar con usted.
-Sí
-Bueno, entonces, no sé… ¿podría ser ahora? Nos sentamos allí si le parece.
-(…)
-¿Le parece bien Albertina?
-Sí
-Voy a dejar encendido mi grabador, ¿sabe? ¿Quiere que empiece con alguna pregunta?
-Después de la muerte de su madre, Eugenio vivió solo con Francisco durante más de 20 años. Francisco lo único que supo hacer con su vida fue dedicarse al alcohol, a su hijo y a la música. Trabajaba, siempre y cuando la lucidez se lo permitiera, tampoco le hacía falta. La relación con su hijo era perfecta, aún cuando estaba alcoholizado distinguía con precisión la mirada de Eugenio. Simulaba racionalidad ante su presencia y el afecto era una actitud en cualquier estado. Amaba a su hijo como nunca vi que nadie amara a nadie. A Francisco lo único que lo apasionaba era escuchar jazz y eso lamentablemente se lo transmitió a Eugenio, hasta el día que las sirenas sonaron frente a la casa.
-¿Lamentablemente?
-Las cuatro paredes del escritorio de Francisco atestaban de compactos de intérpretes de jazz, pero la vitrina, ese lugar únicamente accesible a Eugenio, estaba reservada a Petrucciani. Francisco pasaba horas enseñándole a Eugenio a escuchar con rigurosidad el virtuosismo de Petrucciani. Le decía -Si lográs apreciar el jazz en su máxima expresión los sonidos de la humanidad perderán beligerancia- Eugenio no tenía capacidad para mirar otro horizonte más que el que su padre le dibujaba y de eso dependió su desenlace, hasta el día que las sirenas sonaron frente a la casa.
-¿A qué desenlace se refiere?
-Nunca había conocido a alguien que haya sobrevivido, que haya sucumbido y que haya arruinado una vida gracias a la música. Es difícil de pensar para quien no ha vivido en el seno de esa familia cargada de pasión y tragedia. Pero así fue, la síncopa destruyó a los Allen. A medida que Francisco se fue deteriorando Eugenio sólo se dedicó a tocar el piano, seleccionaba cada tema como estrategia de coartada para la muerte. Una mañana cualquiera, sin la ayuda de Eugenio, Francisco quiso levantarse de la cama. Se levantó moviendo el cuerpo hacia un lado, se tomó de la cabecera, se sentó en la cama, ubicó cada rodilla en forma paralela, inclinó el dorso y tomando fuerza con el cuello se irguió creyendo no correr riesgo. Todo esto lo sé porque fui el ama de llaves hasta el día que las sirenas sonaron frente a la casa.
-¿Qué le pasó a Francisco?
-Desde que murió Sofía, la madre de Eugenio, ingresé a trabajar con ellos, y allí estuve durante más de 25 años. En medio de su enfermedad Francisco me pidió que me casara con él para que heredara parte de los bienes de los Allen. Me pareció una idea sensata, me merecía un futuro desentendido de limitaciones. Los Allen me habían extenuado. Fue así, nos casamos al día siguiente. Francisco en la cama, inmóvil, y yo a su lado curándole las heridas que habían avanzado hasta las rodillas. La diabetes hacía imposible que lo operaran por la falta de coagulación. Ya le habían cortado un pié para detener la infección pero estaba claro que no quedaba nada por hacer. Moriría de una septicemia generalizada. Y yo ahí acompañando el delirio de los Allen. Eugenio, como todo el mundo sabía era un estudioso de la medicina así que me ayudaba a cuidar a su padre, mientras el resto del día tocaba el piano, o acompañaba la música de fondo, siempre Petrucciani.
-¿Me permite una pregunta?
-Eugenio había iniciado su interés por la medicina buscando información sobre la osteogénesis imperfecta, la enfermedad de Petrucciani, es un trastorno genético que se produce por la falta de colágeno y se caracteriza por la fragilidad de los huesos; los huesos pueden fracturarse ante el mínimo golpe o incluso sin causa aparente. Hay varios tipos, la del pianista era de las más severas. A los niños que padecen la enfermedad los llaman “niños de cristal”. Necesito un vaso de agua.
-Sí, claro, aquí tiene. ¿Puedo…?
-Eugenio creía que esa enfermedad había motivado el talento de Petrucciani. Cuando Francisco me ofreció casamiento hizo que le prometiera que iba a cuidar de su hijo para siempre y eso hice, hasta el día que las sirenas sonaron frente a la casa. Francisco murió y Eugenio dejó de ser el mismo. Sin su padre nunca volvería a ser el mismo. Empeoró. Se recluyó en el piano por muchos años y se comunicaba conmigo a través de la música. Nunca más se levantó del piano, dormía en el piano, comía en el piano, estudiaba sobre el piano. Tocaba una y otra vez “My Funny Valentine”, sobre las teclas hundidas. Para ir al baño se desplazaba con una silla de ruedas que había quedado de Francisco. No quería que yo estuviera mucho tiempo a su lado, sólo le preparaba la comida una vez al día, por la noche le acomodaba la cabeza sobre el teclado y sabía que sentía dolores cuando lo escuchaba entonar “Cold blues”. Producto de su inactividad, con el tiempo, sus huesos se habían debilitado, excepto los de la mano, que sólo se habían deformado, parecían cada vez más grandes en relación a su cuerpo tan disminuido. Como Petrucciani. Así fue durante siete años. Viví curándole las heridas que él se provocaba restregando las uñas en sus muslos, se lastimaba cada vez que el sonido no respetaba sus intenciones. Tocaba el piano dieciocho horas por día. El 6 de Enero de 1999 algo hizo que Eugenio quisiera pararse después de tantos años, creyendo no correr riesgos, yo estaba en la cocina preparando su almuerzo. Imagino que se apoyó con sus brazos, estiró sus rodillas, se alejó del piano, se paró y antes que lograra enderezar la otra mitad del cuerpo, en pocos segundos, cayó desplomado. Escuché sus quejidos, me acerqué y lo vi desparramado. No había orden en su cuerpo, me saqué las medias y lo até para poder arrastrarlo, eran necesarios movimientos cortos pero decididos. Con su brazo derecho liberado se sostenía la pierna más rebelde para colaborar conmigo y apenas transmitía algún gemido extraño, sus ojos desorbitados no daban con mi rostro. Mientras intentaba moverlo, con su mano derecha manoteaba el teclado y a golpes hacía sonar el piano provocando ruidos discordantes. Abandoné el intento, lo dejé esparcido en el piso y busqué el teléfono. Ese fue el último día que Eugenio tocó el piano.
-¿Ese fue el día que las sirenas sonaron frente a la casa?
-Ése fue el día que murió Petrucciani.
Albertina se levantó y no quiso seguir hablando. Se enroscó el pelo y se retiró, pese a mi llamado.
-¿Y entonces?
-¿Entonces qué?
-¿Cómo termina esto? ¿El día que las sirenas sonaron frente a la casa qué…?
-No sé, como verás ni siquiera escuchaba demasiado, se levantó y se fue… pero ¿qué te parece?
-Fascinante, pero no se explica por qué ella está en la cárcel, si él murió, falta redondear la historia.
-Vamos yendo y te cuento lo que sé…
-Me llevo el texto
-Me contaron las compañeras de celda que ella dice esa frase todo el tiempo, nadie sabe bien por qué… sólo pude averiguar que la acusaron de abandono de persona y de intento de homicidio.
-¿Y entonces?
-Y, entonces, el día que las sirenas sonaron frente a la casa, Albertina fue a la cárcel.
-Hmm, mejor, el día que las sirenas sonaron frente a la casa, Albertina mató a Eugenio.
-No, no jodas, siete de cada diez películas terminan con algún homicidio.
-¿Qué importa? Eso nos asegura el éxito…
-Dame. Prefiero una mariposa en el riachuelo.
Sol Guerrrero