Taller de escritura
Ensayo
Por: Miriam Cairo
Así como se han escrito sendos ensayos acerca de la imposibilidad de enseñar literatura en el aula, podríamos decir que en vistas de lo inasible de la poesía, los docentes estaríamos eximidos de enseñarla. Pero, si se me permite, creo que el problema está en la intención del docente frente a la literatura y frente a la poesía: ninguna de ellas necesita de alguien que las enseñe sino de alguien que las dé, que las entregue, que las eche a andar. Porque la experiencia estética habrá de ser estimulada, las vivencias emocionales, incitadas, pero nunca dirigidas. Estos bienes espirituales requieren más de un acompañante, que de un instructor.
Si tenemos en cuenta este punto de vista que deviene un propósito docente más cercano al ofrecimiento que a la imposición, estaremos mejor situados a la hora de experimentar la poesía en el aula.
Retamoso, en Sobre la pedagogía de lo literario, (Rosario, 1997, La enseñanza de la literatura como problema) señala: “cuando en las clases de lengua o de literatura se trabaja con textos poéticos, de lo que se trata en la mayoría de los casos, es de reconocer formas y figuras retóricas como la cubierta o el envoltorio peligroso que hay que desmontar para acceder al reino de los significados verdaderos.” Esta obsesión por hacer tangible lo intangible, por hacer lineal lo espiralado, no sólo es una tarea asfixiante, sino también inútil.
También he escuchado a algún docente del nivel superior reclamar que “ la poesía parece estar viviendo una continua vanguardia” y lo más extraño de este argumento, bastante acertado por cierto, es que esa constante búsqueda, esa inquietud estética y formal, lejos de provocar admiración, la descalifica. Desde esta apreciación podríamos considerar que estar en una eterna vanguardia es tan perturbador como ser adolescente. Ambas transformaciones son prolongadas, dolorosas y también exultantes. Pues entonces, resulta inevitable considerarlas intrínsecas. Por ello, la adolescencia es el momento propicio para iniciarse en la lectura de los grandes poetas, porque ningún otro artista alcanza, como ellos, tamaños niveles de disconformidad y de agudeza crítica. La insatisfacción del adolescente encuentra cauce y expresión profunda en un discurso que no se agota en la queja sino que eleva la visión sobre el mundo y los hombres.
Para ubicarnos más claramente en el territorio poético, podríamos situarnos en aquella palabra que Daniel Link utiliza para definir la literatura como el perceptrón, la máquina de percibir. Pues si comprendemos la metáfora de esta extraordinaria ingeniería, podemos dar un paso más allá y pensar que la poesía es el corazón de dicha maquinaria.
La escuela no está formando lectores. Menos aún no esta formando lectores de poesía. Y en el final del abismo, advertimos que el universo de lectura de poemas, de muchos docentes de lengua y literatura, se reduce a escasos nombres, más aun, a limitados fragmentos de la vasta obra de esos nombres. Citemos por ejemplo el emblemático caso de García Lorca ¿cuántos docentes se han animado a llevar a las aulas algún poema de Poeta en Nueva York? ¿Debemos preguntarnos también cuántos lo han leído? Y todavía más, desde la conciencia de algunos profesores surge la pregunta crucial ¿hay obligación de leer poesía? Si el maestro Borges me permitiera usar sus palabras, diría que no debemos privarnos de ese placer.
También es necesario tener en claro, que un lector de poesía nace y otro lector de poesía se hace. Cuando digo que hay un lector de poesía que se hace, pienso en un alumno detenido sobre un poema. Suspendido en la incertidumbre, en la no-explicación. Pienso además en un docente que lo alienta a sumergirse en el paraíso de ese aparente infierno. En un docente que invita al cobijo de esa intemperie. Dar poesía implica abrir las propias alas y despojarse de toda unidireccionalidad. Nunca sabremos qué quiso decir el poeta pero sí podremos acercarnos a aquello que el poema provoca en cada uno de nosotros. Porque de eso se trata, de aprender a sentir un estallido.
Ahora bien ¿cómo dar poesía? En principio creo que debemos abrir el corsé del canon y atrevernos a pronunciar otros nombres. Desde Pessoa hasta Aleixandre, desde Juarroz hasta Pound, desde Whitman hasta Orozco, desde Michaux hasta Carver, de Yourcenar hasta Gelman, desde Sandburg hasta Vallejo, podemos extender infinitos hilos conectores de asociaciones estéticas, de contrastes estilísticos, de buceos filosóficos, de derroches lúdicos.
Una vez zarpados en el vasto mar de los autores predilectos, concentrados ya en el proceso de lectura, podremos advertir que el título no siempre actúa como anuncio y además, muchos de los autores antes mencionados ni siquiera ponen título a sus versos, por ello, este primer paso (fundamental en las teorías interactivas) puede ser obviado porque resulta más conveniente considerar el título como parte del todo. Las inferencias se vuelven más pertinentes luego de la lectura del poema porque recién allí estamos en condiciones de abrir el amplio campo de tentativas perceptivas. No tendría mucho caso inferir sobre el título La higuera, por ejemplo, porque esa aparente obviedad se desdibuja cuando uno se atreve a ver algo más que un árbol sin flores y piensa en ciertas cuestiones de género.
Es decir que, al permitirnos la experiencia poética, nos tendremos que atrever a tomar y dejar, según sea conveniente, lo que las estrictas teorías dictan. Pero un poema no es un enigma inabordable. Es un enigma que nos aguarda y al que podemos llegar por múltiples caminos. Y mejor aún, cada cual puede llegar a destinos absolutamente diversos.
Como posible aproximación al misterio, podemos proponer un primer acercamiento desde lo más evidente: la forma. Pero aquí, sería interesante, más allá de la revisión de las estructuras de los versos y las estrofas, pensar si en esa primera lectura advertimos al poema como una composición ordenada o caótica, por ejemplo. Luego podríamos indagar sobre el vocabulario y otorgarle a éste infinitas categorizaciones: enjoyado, simple, complejo, actual, urbano, lujoso, cotidiano, difícil. Advertir si la estructura es clásica o libre, regular o intermedia, rígida o abierta. También podríamos pensar si el clima es distendido o tenso, cómico o existencial, contemplativo o reflexivo. Si el fondo es intimista, social, cotidiano, bucólico, filosófico, y si su tratamiento es directo, oscuro, comprensible, hermético. Luego de estas miradas fragmentarias, procederíamos a una visión globalizadora donde se nos hará evidente que ninguna de estas cuestiones son caprichosas. Seguramente alumnos y docentes por igual, estaremos en condiciones de advertir que cada poema requiere una espacialización, un vocabulario, un ritmo, afín a lo que esas palabras dicen, a lo que esas palabras buscan, a lo que esas palabras añoran, temen, dudan. Y más aún, podremos saber cuánto significan en cada uno de nosotros.
Este breviario de posibilidades pretende ser un muestrario de caminos alternativos y confluentes para ingresar al universo del poema, pero sin olvidar que “la poesía no es sólo un sistema de pensamiento, es también una realidad en sí misma, un universo de valores estéticos” (Gómez Redondo en El lenguaje literario. Teoría y Práctica).
Promover la lectura de textos poéticos nos saca de lo evidente e inmediato. Nos incita a reflexionar sobre lo más interno de nosotros mismos y desde allí nos proyecta una nueva manera de mirar al mundo. Por ello, en momentos en que la sociedad vive en las superficies, la formación estética y cultural de nuestros alumnos se vuelve una responsabilidad humana intransferible.
jueves, noviembre 1
miércoles, abril 11
Ser y Sujeto
Por: Sol Guerrero
A diferencia de la filosofía clásica, hoy no se piensa al sujeto como sustancia, como sujeto trascendental sino más bien como una construcción histórica, como el producto contingente de un determinado tiempo histórico, como el resultante de lo visible y pensable de una organización social determinada. Se trata de una manera de pensar que se opone, en principio, al “cogito cartesiano” como lugar claro y distinto a partir del cual todo saber cobra una dimensión definitiva e iluminadora.
Si pudiéramos ubicar un momento culminante de esta radical negación del sujeto como conciencia trascendente y autosuficiente no sería desatinado convocar a quienes Foucault denominó como ‘pensadores de la sospecha’: Nietzche, Marx y Freud quienes desde distintas ópticas y reflexiones derrumban la ilusión de una racionalidad omnicomprensiva y plena.
Luego de ellos nadie podrá imaginar valores perennes y, consecuentemente depositarios privilegiados de esos valores que a partir de determinada ortodoxia distinguen y combaten una heterodoxia que encarnaría el mal absoluto. De aquí fácilmente se desprende una lógica binaria: aquellos que son destinados por los dioses a transmitir y sostener la verdad revelada y única, y los otros, quienes deben ser adoctrinados, evangelizados o civilizados según sea la tarea a realizar. El Otro en esta perspectiva es en definitiva el diferente, quien no se ajusta a los valores eternos, incuestionables y que por tanto no merece el lugar de humano ni de semejante, y que por tanto, se impone deshumanizarlo y cosificarlo, de donde inevitablemente deviene la violencia. No se trata de sostener que los tres pensadores nombrados no puedan ser cuestionados en sus tesis, de ubicarlos como nuevos profetas de una supuesta liberación última. Aquello que queremos decir implica reconocer que el hombre no puede pretender el sitio de “rey de la creación” como gustaba denominarlo el pensamiento tomista y a un humanismo ingenuo.
“Nada es más frágil que la superficie”, dijo Deleuze, por cuanto la complejidad humana ahuyenta toda definición que pretenda naturalizarlo, hay un sujeto desgarrado de contradicciones que puede enfrentarse a ese Otro en sí mismo, así deviene la resistencia o la sumisión, la indignación o el desencanto.
Permitirse la extrañeza de la realidad, develarla y reconocer como dice Joseph Conrad que “la vida es un enigma mayor de lo que alguno de nosotros piensa”. Se trata, entonces, de sumergirse en el conocimiento que, a decir de Pablo Feinman – así deviene crítico ya que plantea la insoslayable praxis de la transformación de lo real -. Sospechar de lo dado, de lo que se nos impone como inamovible, inquebrantable; enfrentarnos al mundo con el compromiso de pretender aguerridamente la libertad. Foucault lo dice impecablemente… “Mostrar las determinaciones históricas de lo que somos es demostrar lo que hay que hacer. Porque somos más libres de lo que creemos y no porque estemos menos determinados, sino porque hay muchas cosas con las que aún podemos romper para hacer de la libertad un problema estratégico, para crear libertad. Para liberarnos de nosotros mismos”
Sol Guerrero
A diferencia de la filosofía clásica, hoy no se piensa al sujeto como sustancia, como sujeto trascendental sino más bien como una construcción histórica, como el producto contingente de un determinado tiempo histórico, como el resultante de lo visible y pensable de una organización social determinada. Se trata de una manera de pensar que se opone, en principio, al “cogito cartesiano” como lugar claro y distinto a partir del cual todo saber cobra una dimensión definitiva e iluminadora.
Si pudiéramos ubicar un momento culminante de esta radical negación del sujeto como conciencia trascendente y autosuficiente no sería desatinado convocar a quienes Foucault denominó como ‘pensadores de la sospecha’: Nietzche, Marx y Freud quienes desde distintas ópticas y reflexiones derrumban la ilusión de una racionalidad omnicomprensiva y plena.
Luego de ellos nadie podrá imaginar valores perennes y, consecuentemente depositarios privilegiados de esos valores que a partir de determinada ortodoxia distinguen y combaten una heterodoxia que encarnaría el mal absoluto. De aquí fácilmente se desprende una lógica binaria: aquellos que son destinados por los dioses a transmitir y sostener la verdad revelada y única, y los otros, quienes deben ser adoctrinados, evangelizados o civilizados según sea la tarea a realizar. El Otro en esta perspectiva es en definitiva el diferente, quien no se ajusta a los valores eternos, incuestionables y que por tanto no merece el lugar de humano ni de semejante, y que por tanto, se impone deshumanizarlo y cosificarlo, de donde inevitablemente deviene la violencia. No se trata de sostener que los tres pensadores nombrados no puedan ser cuestionados en sus tesis, de ubicarlos como nuevos profetas de una supuesta liberación última. Aquello que queremos decir implica reconocer que el hombre no puede pretender el sitio de “rey de la creación” como gustaba denominarlo el pensamiento tomista y a un humanismo ingenuo.
“Nada es más frágil que la superficie”, dijo Deleuze, por cuanto la complejidad humana ahuyenta toda definición que pretenda naturalizarlo, hay un sujeto desgarrado de contradicciones que puede enfrentarse a ese Otro en sí mismo, así deviene la resistencia o la sumisión, la indignación o el desencanto.
Permitirse la extrañeza de la realidad, develarla y reconocer como dice Joseph Conrad que “la vida es un enigma mayor de lo que alguno de nosotros piensa”. Se trata, entonces, de sumergirse en el conocimiento que, a decir de Pablo Feinman – así deviene crítico ya que plantea la insoslayable praxis de la transformación de lo real -. Sospechar de lo dado, de lo que se nos impone como inamovible, inquebrantable; enfrentarnos al mundo con el compromiso de pretender aguerridamente la libertad. Foucault lo dice impecablemente… “Mostrar las determinaciones históricas de lo que somos es demostrar lo que hay que hacer. Porque somos más libres de lo que creemos y no porque estemos menos determinados, sino porque hay muchas cosas con las que aún podemos romper para hacer de la libertad un problema estratégico, para crear libertad. Para liberarnos de nosotros mismos”
Sol Guerrero
Suscribirse a:
Entradas (Atom)